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Comienza la algarada.

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  Comienza la algarada. Las piedras tienen encomendada la rotura sistemática de escaparates. En la calle un joven, apenas un niño, destroza con un martillo el asfalto para arrancar los adoquines que servirán como proyectiles. Un contenedor se ha incendiado de manera espontánea. Las sirenas que cantan con el acompañamiento de las luces azules de la policía se aproximan al lugar. Los adoquines, como por arte de ensalmo, cambian de dirección y se dirigen hacia los escudos y los cascos policiales. El odio emperifolla las calles. Ruido de piedras contra el material con el que se deshacen los sueños profesionales. El fuego de un cóctel molotov se adhiere al pantalón de un uniforme azul. Se funden las suelas de las botas al contacto con el asfalto caliente. Alguien, con una piedra en la mano, pregunta que por qué están rompiéndolo todo. No lo entiende. Pelotas de goma. Más piedras. Porrazos. Más cócteles flamígeros. Sangre. Sudor amargo. Contusiones y moretones. Las calles quedan soli...

El árbol y quien recoge sus frutos

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  Hace muchos años, detrás de un cerro cercano al pueblo, tuve un huerto. En el huerto tenía un árbol. En el árbol había un nido de petirrojos juguetones.    Aquel árbol era la envidia de todos los paisanos que hasta allí se acercaban en sus paseos vespertinos recetados por el galeno local. En primavera aparecía exultante, lleno de vigor y con las hojas de un verde que centelleaba, que reflejaban la luz del sol como si de una suerte de miríadas de espejos se tratara.    En verano producía una especie de frutos rojos que se comían en la cornucopia de la vida. Eran jugosos, cuando se mordían resbalaba la savia por las comisuras labiales, azucarados como miel del monte Olimpo y desprendían un frescor que aplacaba a la canícula.    En otoño sus hojas se convertían en monedas de oro que refulgían como el tesoro que un duende guarda al final (¿o era al principio?) del arco iris. En esta época, la brisa traviesa hace tintinear las hojas y el sonido, como ...

La otoñal tristeza

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  Es el otoño mi estación favorita. El cambio de tono de las hojas caducas de los árboles, su posterior caída y resurrección; el fresco que con paciencia se va tornando en frío verdadero que, como por arte de ensalmo, eleva las solapas de nuestras chaquetas para proteger nuestros delicados cuellos; las aceras mojadas por las lluvias, la niebla espesa y el relente que la noche pinta sobre los adoquines falsos redoblan su atractivo cuando son holladas por la goma dura de la suela de mis botas.    Pero, de un tiempo a esta parte, al encantador encanto del otoño se le une el misterio oculto de la tristeza que nos acompaña por las calles, por los caminos y hasta por las cunetas de las carreteras secundarias. Se ha convertido en un ingrediente más de este mejunje otoñal que tanto nos ha venido gustando. Es una tristeza intangible, que nos mira con los ojos carnosos de la amargura, nos susurra un aire gélido en el oído y nos envuelve con el manto púrpura del desconsuelo. Tampo...
  Se vistió lo más despacio que pudo, con un gesto que sólo quería alargar todo lo que pudiese ese momento, ese instante de felicidad extrema que, segundos antes y a medio desnudar, había vivido. Su cara era una estrella rutilante, una faro en la oscuridad del mar, un pedacito de gloria bajo la piel. A vuelapluma pensó que sí había merecido la pena el nerviosismo previo. Él la miró con unos ojos de rocío de primavera, una media sonrisa bondadosa y le acarició el pelo que sobre los hombros le caía con unas palabras de algodón:  «Enhorabuena, está usted embarazada».

El otoño

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  El otoño se despereza e ilumina la vida con esos días en los que las gotas de lluvia se resbalan por el cristal de mi ventana. El otoño se desviste en aire insultante y solapas que hay que tender a subir. El otoño me recuerda la melancolía con la que tejía mi madre los calcetines, las rebecas y los jerséis recios con los que nos habíamos de cubrir cuando el crudo invierno arreciara.    El otoño es un triste mirar la calle desde una casa a ratos cálida y a ratos acogedora. El otoño es aliento que empaña el cristal de mis gafas de ver de lejos. El otoño es el ufano salto que da aquella chica para sortear el charco que se ha convertido en el espejo de la acera.    El otoño es la estación preferida de los seres solitarios que se abrochan la gabardina al salir del café. El otoño es la estación que necesita el invierno para hacerse mayor de edad y poder votar en las elecciones. El otoño es la estación de tren de los sueños rotos por los amores juveniles, impúber...

Patriotismo

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  El día de la Hispanidad anda uno con el orgullo subido, con una sonrisa perenne asomando en la comisura de los labios y una lagrimilla mostrando su gallardía en la punta hueca del lagrimal. Viene a su memoria la Historia de las gestas militares y civiles que durante siglos los españoles de acá y los españoles de allá desarrollaron no sólo para gloria patria sino para beneficio de la humanidad: hazañas bélicas que libraron a Europa entera de enemigos irreconciliables; construcción de catedrales, universidades y hospitales allende los mares; descubrimientos científicos, geográficos y médicos por doquier. Entre otras muchas que no caben en estas seiscientas y pocas palabras. Con tales antecedentes a uno le da por caminar con las costillas expandidas, el pecho henchido y el corazón bombeando sangre a raudales.    Pero el patriotismo de grandeza se queda chico cuando aflora el del peatón, el de andar por casa, el de los pies en la tierra y el alma en un cielo que nos pro...

Doctores tiene la Iglesia.

  Doctores tiene la Iglesia y, por la importante relación que durante siglos ha tenido la nación española con ella (con la Iglesia), muchos tienen su origen, su natalidad o su nacionalidad en esta piel de toro bravío e inclemente. No podemos olvidarnos de San Isidoro de Sevilla, San Juan de la Cruz o nuestra Santa más conocida e importante, Santa Teresa de Jesús, que se unieron al club donde militaba entre otros Santo Tomás de Aquino o el ínclito San Agustín. Todos ellos tienen en la fachada del Vaticano los vítores (es un decir) que los habilitan como doctores de una Iglesia que, aunque de capa caída, todavía tiene una influencia suficiente, aunque necesita mejorar, en la vida de muchas personas. Doctores fueron nombrados por su especial capacidad para ser maestros de la fe y por unos conocimientos teológicos y mundanos fuera del común de los mortales y que, además, sirvieron para expandir el cristianismo por cada valle, pico o rincón de toda la geografía de este mundo. Y est...