El árbol y quien recoge sus frutos

 

Hace muchos años, detrás de un cerro cercano al pueblo, tuve un huerto. En el huerto tenía un árbol. En el árbol había un nido de petirrojos juguetones.

   Aquel árbol era la envidia de todos los paisanos que hasta allí se acercaban en sus paseos vespertinos recetados por el galeno local. En primavera aparecía exultante, lleno de vigor y con las hojas de un verde que centelleaba, que reflejaban la luz del sol como si de una suerte de miríadas de espejos se tratara.

   En verano producía una especie de frutos rojos que se comían en la cornucopia de la vida. Eran jugosos, cuando se mordían resbalaba la savia por las comisuras labiales, azucarados como miel del monte Olimpo y desprendían un frescor que aplacaba a la canícula.

   En otoño sus hojas se convertían en monedas de oro que refulgían como el tesoro que un duende guarda al final (¿o era al principio?) del arco iris. En esta época, la brisa traviesa hace tintinear las hojas y el sonido, como de vibráfono sutil, atrae a los tordos y a las últimas moscas cojoneras de saldo de la temporada.

   Bajo el tímido sol de invierno, el árbol se desnuda impúdicamente ante los curiosos y deja el elegante vestido dorado a sus pies. El viento gélido que en carroza viene del norte es el encargado de recoger el atuendo y guardarlo en el armario de la ropa del año que viene.

   A éste y no a otro, yo le llamaba el árbol de la envidia, pues motivos suficientes tenía para que los cutres lo envidiaran. Los olivos, con sus hojas de plata, lo envidiaban porque de oro se cubría en otoño; las encinas que daban acres bellotas cuando afloraban los frutos rojos, carnosos y de jugo exquisito; los olmos simplones cuando la belleza primaveral acudía solícita a su copa.

   Vinieron unos años en los que unos muchachos se quedaron prendados de su porte espectacular, de sus hojas de colores casi inalcanzables y, sobretodo, del tintado, de la forma y del delicado aroma que de sus frutos se desprendía cuando el sol se agazapaba tras el cerro cercano. A estos mozalbetes torpes, rudos y con el interior de su cabeza escaso de mobiliario, incapaces de pensar en cómo llegar a las viandas que de las ramas colgaban con la ayuda de su ingenio, les dio por zarandear con una violencia inusitada el tronco del árbol, a ver si caía alguno. Lo movieron al principio con la fuerza de sus brazos, poco caía de las alturas; después, cogían carrerilla y acometían con la parte dura de sus hombros y, por último, como toros vesánicos embestían con sus testas desmadejadas al grueso tronco.

                                                             Photo by v2osk on Unsplash

   Algunos vecinos, conocedores de la falta de entendederas de los mozos que se afanaban por ultrajar al árbol más bello de todos estos contornos, les engañaron para que continuaran con su villanía y que ellos, los vecinos, se encargarían de recoger sin apenas esfuerzo la ambrosía que golpe a golpe iban consiguiendo que cayera. Acumularon tantos y tantos frutos que llegaron a hartarse de tanto recolectar. Al inicio llenaron capazos, después enormes sacas y, al final, remolques de tractores a rebosar de frutos rojos, jugosos y azucarados como miel del monte Olimpo. A los zopencos que se habían dejado las fuerzas en zarandear el árbol les dieron cuatro míseras migajas para que estuvieran contentos. Y tanto que lo estuvieron.

   En estos días y por prescripción médica de paseos vespertinos, he vuelto al huerto y he visto allí al nuevo dueño del árbol rodeado por una turba de enlutados cuervos. Todos recogían la mies que en el suelo, al pie de la imponente planta, dejaron los vecinos avaros.

   He regresado todos lo días y me he ido dando cuenta de que a cada día que pasa, los cuervos van adquiriendo una tonalidad alba en sus ropajes y se van olvidando del luto con el que suelen ataviarse. 

   Hoy ya vestían una librea blanca, pura, impoluta, como de no haber hecho nunca nada.

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