Un escrito muy garcimaiqueciano

 

Existe un tipo de amistad que se viste con la camisita y el canesú de lo superfluo, pero que cuando se despoja de la tela, se desvela como ese tipo de amistades profundas, serenas y verdaderas con las que sólo con cruzar las miradas se sabe todo, o casi, del otro. Son esas amistades de las que no disfrutamos a diario, a la semana o siquiera una vez al mes. A veces incluso pasan años sin encuentros aunque sean fortuitos en la cola del supermercado o en la desesperada sala de espera del consultorio de referencia. Pero no son necesarios, pues a pesar de esa falta de contacto habitual, la amistad continúa fresca y lozana.

          En una amarga boda por lo civil (Joaquín Sabina dixit), coincidí con una de esas amistades añejas con al menos doce o trece trienios de antigüedad a los costales. Entre bocado y bocado, sorbo y sorbo y palabras de admiración de lo bien que todavía nos conservábamos en la salmuera del matrimonio, nos pusimos al día de nuestras cuitas, de las de nuestros herederos —parejos en edad, colegios y amistades— y la de nuestros mayores. De este modo hablamos del dolor que se aferra a los entresijos del alma por la pérdida del padre, en este caso el suyo, y nos dio, como de otra manera no podía ser, por recuperar su recuerdo.

          La boda, entretanto, se desarrollaba embadurnada por el gotelé sentimental, ñoño y almibarado en la que al parecer se desenvuelven todos estos eventos posmodernos a los que, por mera ignorancia o desarraigo, se les ha desflorado de la necesaria sacralidad del indispensable rito.

                                                                                                   Imagen de Innokurnia

          Una de las aficiones atávicas de mi querido amigo ha sido la caza. Yo, conocedor de esto, desempolvé la escopeta dialéctica y charlamos largo y tendido sobre tan denostado arte a día de hoy. Tan larga y tendida fue la conversación que el traje de boda empezaba a exudar cierto tufillo a pólvora, a montuno y a piezas cobradas gracias al buen olfato de los perros. En un momento dado, mi amigo me confesó que este año no tenía ni la menor gana de ir de caza. Me extrañó sobremanera su confesión y le pregunté el porqué. Me dijo que él había empezado a cazar de niño en la grata compañía de su padre y que ahora que no estaba, la caza había perdido sentido para él. A pesar de que llevaba varios años que el padre no le acompañaba, decía que cuando volvía de su jornada venatoria, le gustaba narrarle las posturas del perro, lo feraz que se encontraba ese año el coto o las piezas cobradas. Ahora que la pérdida del padre le había privado de esas confidencias, había perdido también el sentido que la caza siempre tuvo para él. Afición unida e indisoluble a la presencia, aunque fuera en la distancia, del padre.


          Vi en las palabras y los hechos narrados por mi amigo nobleza e hidalguía (como bien dice Enrique García-Máiquez). Una relación paterno-filial muy digna, pero bajo mi percepción, equivocada. La hidalguía se la había transmitido el padre a su primogénito como transcendencia; pero el hijo aherrojado por el dolor interno por la muerte del padre no encontraba ya sentido a su afición trascendente. De este modo, esta pérdida de sentido ha cortado de cuajo esa hidalguía transmitida de generación en generación, y por ese corte deja de ser hidalguía. Deja de ser transcendente.

          Intenté explicar a mi viejo amigo que su padre, conociéndole como le conocía, estaría desde el Cielo deseando verle atravesar la espesura del monte bajo en pos de esa perdiz, de ese huidizo conejo o de la más veloz y guerrillera liebre. Seguro que sí, le decía yo, seguro que está escuchando esta conversación y no da crédito a lo que me dices. Seguro que piensa que lo que él te enseñó deberías transmitírselo a tus descendientes para que todos esos conocimientos ancestrales no caigan en el saco roto del olvido. Y no sólo en el del olvido de las artes, las técnicas y todo lo relacionado con el monte y la caza, sino en el olvido de su persona.

          Creo que algo en sus entrañas se removió con la conversación. Aunque todavía no estoy seguro del todo. El tiempo, ese incorruptible juez, lo dirá. Pero en mi caso, me surgió la reflexión que esa ruptura con nuestro pasado, con las generaciones que nos precedieron, es un síntoma claro de los tiempos que se mueven desangelados como rabo amputado de lagartija, por inercia y hasta el pronto agotamiento. Los seres posmodernos que pueblan nuestro entorno no cejan en su empeño de romper con las maromas que nos unen de una u otra manera con nuestro pasado más lejano y con nuestros antepasados. Todo lo que no sea nuevo o moderno, les parece casposo (odio ese término) y atrasado, y, como tal, debe ser arrojado con saña al vertedero de la imbecilidad. Con tamaña locura y desvergüenza, el ser (ya desconozco si hombre o mujer) posmoderno está tirando al cubo de la basura uno, o varios, de los pilares básicos de su vida. Está deshaciéndose de la tradición, de la identidad y, por tanto, de la trascendencia.

                                                                                Imagen de Ilariaurru

          Con estos actos de cobardía (en el caso de mi viejo amigo más que cobardía, dolor mal gestionado por la pérdida de su padre), de ignorancia o modernidad, que suelen ir de la mano, se está destruyendo el tejido del futuro con las que se han de cubrir las partes pudendas de nuestros descendientes. Descendientes a los que estamos dejando un porvenir tirando a negro, desolado y carente del ancla que les aferre con fuerza a las esencias verdaderas de la vida. Un futuro que se me antoja con ingesta diaria de ansiolíticos, atenazados por la sombra de la acedía, la desesperación y el espíritu depresivo de unas personas faltas de raíces, de tronco y de hojas del árbol de la vida merecida de ser vivida.

          Por todo esto, es de vital importancia que mi amigo, cuando se abra la veda, se cuelgue al hombro la escopeta, suelte la correa de los perros y se interne en la fragosidad de las carrascas, de las retamas o de los lentiscos en pos de esas piezas que poder ofrecer a la memoria y el recuerdo de las enseñanzas de un padre que ha cumplido con creces el propósito de su vida. Ahora la antorcha está en la mano de mi viejo amigo. Espero y deseo que se la entregue a sus descendientes para que nunca se apague su llama.

 

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