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Un perro invernal, una acera de verano y un flaneur curioso.

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  Mi único y querido lector es buen conocedor de que a mi alma literaria le agrada sobremanera que mi cuerpo se disfrace con habitualidad de eso que los cursis gabachos denominan flanerur. El flaneur no es otra cosa que un vagabundo callejero pero con una holgada situación económica y buena posición social, que, por cierto, tampoco es mi caso. Aquí, al sur de los Pirineos, es lo que viene a ser un curioso impertinente callejero y observador de la arrogancia de los hombres, la belleza imperturbable de las mujeres y del ambiente ácido de los cafetines, los bares de mala nota y los restaurantes estrellados por culpa de una marca de neumáticos.             Este que suscribe es aficionado a este caminar sin rumbo aparente y a llevar bien abiertos los ojos para otear lo que le circunda y, de este modo, no solo aprender (y aprehender) la vida, sino también para generar material literario, pensamientos antropológicos y divagaciones filosóficas. Los paseos en solitario son fuente inagotable