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Libros y derribos

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Si existen personas con problemas como el tabaquismo, el alcoholismo o el nefasto esnobismo,  yo, por otro lado, padezco la enfermedad del «biblioismo». Esta dolencia, convertida en estos tiempos en una enfermedad rara, pues cada vez la padecemos menos bípedos, consiste en la ansiedad por conseguir libros y suele tener como síntoma principal una espléndida biblioteca de baldas combadas por el peso de la tinta, el papel y las palabras impresas. También se caracteriza por acaparar libros que, aun anotados en la lista de pendientes de lectura, nunca serán leídos, ni siquiera viviendo dos o tres vidas.               Muchas de las bibliotecas de los enfermos de «biblioismo», una vez el afectado se haya mudado al corral donde sueñan los justos, es más que probable que acaben en librerías de viejo, en serio y extremo peligro de extinción, o en una pirámide a merced de las llamas (¡por Dios, con lo que eso contamina!). En mis viajes oníricos más húmedos sueño con que mis libros los seleccion

Turismo sostenible

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  S us manos notaron el ligero frescor del antepecho de hierro del balcón. Cuando se soltó, el ligero frescor se convirtió en una quemazón que descendía a velocidad de vértigo desde el cuarto piso del hotel mallorquín donde hacía unas horas se alojaba.           El airecillo que le ofrecía la caída al vacío era capaz de despeinar su melena acharolada. Bajo su cuero cabelludo, una serie de recuerdos inciertos se agolparon de manera cinematográfica por entre los pliegues pegajosos de su cerebro inundado de cerveza, ron y whisky del más barato de los que tenía en sus estanterías el chino de la esquina.           Se vio en el día en el que todos los colegas, en el pub de su calle, quedaron en pegarse las vacaciones padre en una isla mediterránea. Su amigo Tony propuso un viaje a Malta; por cuestiones del idioma y de cultura, decía. Pero el grueso del grupo le dijeron que no era el mejor destino, que siendo hijos de la Gran Bretaña el idioma ya no era obstáculo alguno para poder disfrut

Más me hubiera valido irme yo

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  La última vez que pudo coger su mano notó que estaba fría. Su vida se extinguía poco a poco, con la prisa del que no quiere dejarla arrumbada en el fondo del armario. Sabía que su tiempo se había agotado y que su esposa iba a expirar en breve. Con ella se marcharían un buen puñado de sueños cumplidos, un millón de ilusiones y un matrimonio feliz desde el primer hasta el último día. No eran pocas cosas las que se iban ni tampoco era poco lo que se quedaba: dos hijas que le habían dado cuatro nietos y muchas sonrisas de satisfacción. Él se quedaba desahuciado, en peligro de derrumbe y con una salud delicada a la que vigilar con constancia inusitada.           «Más me hubiera valido haberme ido yo», musitó al cuello de su camisa de rayas en el momento en el que la primera palada de tierra caía sobre la madera del ataúd donde se marchaba su amada. «Más me hubiera valido haberme ido yo», repitió con la intención de que las palabras resonaran en su pecho y su alma, a veces tan descuidada,