Más me hubiera valido irme yo

 

La última vez que pudo coger su mano notó que estaba fría. Su vida se extinguía poco a poco, con la prisa del que no quiere dejarla arrumbada en el fondo del armario. Sabía que su tiempo se había agotado y que su esposa iba a expirar en breve. Con ella se marcharían un buen puñado de sueños cumplidos, un millón de ilusiones y un matrimonio feliz desde el primer hasta el último día. No eran pocas cosas las que se iban ni tampoco era poco lo que se quedaba: dos hijas que le habían dado cuatro nietos y muchas sonrisas de satisfacción. Él se quedaba desahuciado, en peligro de derrumbe y con una salud delicada a la que vigilar con constancia inusitada.

          «Más me hubiera valido haberme ido yo», musitó al cuello de su camisa de rayas en el momento en el que la primera palada de tierra caía sobre la madera del ataúd donde se marchaba su amada. «Más me hubiera valido haberme ido yo», repitió con la intención de que las palabras resonaran en su pecho y su alma, a veces tan descuidada, se diera por aludida. El viento de marzo sacudió las hojas de los árboles del cementerio, las gotas de la última lluvia que guardaban en la despensa fueron a caer sobre la apenada tierra y a una de ellas le dio por dibujar un corazón de barro. El marido hizo parar la tarea del sepulturero y observó el dibujo terrero. Los asistentes lo interpretaron como una carta de cariño y esperanza, de amor y despedida. El viento imperante se encargó de secar el corazón y el enterrador arribó el resto del material que descansaba al borde de la tumba.


          La pena, la tristeza y el desamparo se convirtieron en sus compañeros de piso. Su cara reflejaba todo ese cúmulo de desgracias en unas ojeras que se podían pisar, en unas lágrimas sobre la almohada imposibles de desalar, en un arrastrar de pies que hacían el ruido de la banda sonora de la soledad.  A cada día que pasaba, el piso se hacía cada vez más pequeñito, era como si la edificación fuera inteligente y se iba adaptando, como por arte de ensalmo, al único morador que lo habitaba. Hubo una vez, la última de todas, en la que más parecía casa de muñecas que pisito de protección oficial del extrarradio.

          Cuando fue consciente de la falta de la presencia de su mujer, empezó a encorvarse como si quisiera recoger las cosas que se le caían al suelo con la barbilla. Fue una mañana en la que, en la cama, echo su brazo sobre un hueco vacío donde debían estar las caderas de la persona amada. La mano cayó a plomo sobre el colchón, sin cuerpo femenino que la hiciera parar. Se despertó. Ahí se dio cuenta que la soledad iba a ser su compañera el resto de lo que le quedaba de vida. Agarró el rosario que colgaba del cabecero de su cama y rezó con los ojos tan cerrados que le hacían daño en sus cuencas. Rezó porque quería que Dios se le llevase a su seno, que aquí no pintaba nada y no le quedaban fuerzas para seguir en la brecha.

          De poco servían las continuas visitas de sus hijas. Que si estás bien papá, que si por qué no te vienes con nosotros unos días y así disfrutas de la alegría que desprenden tus nietos, que si necesitas que te traiga comida en un túper. No las echaba porque las quería demasiado y renovaban con su presencia el aire con sabor a rancio que se hacía fuerte en su casa menguante.  Una de ellas le recordaba tanto a su esposa que cada vez que acudía a casa, no podía dejar de llorar y de recordar la sonrisa y los ojos y la cara que le habían hecho feliz durante tantos años. Rehuía de ellas, no quería que vinieran y, a veces, se escondía en el baño sin hacer ruido y provocar, así, que se marcharan cuando él no les abría la puerta. No quería tener trato con casi nadie y se había vuelto un poco huraño. Él, que siempre había sido amable con quien se cruzaba en la calle, con los vecinos de toda la vida y con los operarios de la luz que se subían a los postes con la agilidad de los monos de los documentales. La muerte de su mujer había removido el polvo del que estaba hecho y lo había transformado en la indolencia del vivir sin quien se quiere con locura.

          Otra mañana, en la que el piso era ya minúsculo, decidió que no se iba a esconder más en el baño para no abrir la puerta a sus hijas, que no iba sentirse un ser huraño y desagradecido por más tiempo y que no iba a esperar que le trajeran la comida de la semana en un túper de esos de plástico. Había decidido abandonar este valle de lágrimas e irse a vivir con quien había compartido respiraciones toda la vida. Llamó a su nieto, el mayor, y le hizo entrega de una llave de su casa, «por si alguna vez me caigo en el lavabo y necesito que vengas». Le dio un beso a boca de jarro que le dejó marcado un cerco de cariño en la frente y se despidió de él como el marinero que sabía a qué se exponía cuando se enroló en la aventura de Shackleton a la Antártida. Se sentó a la mesa camilla con bolígrafo bic y papel, escribió una carta de despedida a sus hijas, en la que les decía que no podía vivir sin el calor del aliento de su madre y que ellas ya se podían apañar sin su presencia. De un blíster sacó un par de pastillas, las dejó al lado de la carta y beso ésta con la intención de dejar su olor, como un agradable recuerdo, impregnado en la celulosa de la que estaba hecha. Se ató al cuello una cuerda de tender que amarró con fuerza al radiador de hierro que en invierno calentaba el salón, se puso de rodillas y se dejó caer hacia delante hasta que su lengua salió despedida del interior de su boca y se amorató al contacto con el aire con sabor a rancio que se había hecho fuerte en su casa.

          Por la tarde, acudieron las dos hijas preocupadas porque no atendía a los timbrazos del teléfono de pared. Al abrir la puerta con las llaves que un día antes le había dado a su nieto, el mayor, se dieron de bruces con el cadáver de su padre. Después de unos llantos desafinados y sinceros, leyeron la carta con la que su padre se despedía de la soledad y que en el último párrafo decía:

          «Y estas pastillas que custodian mi fúnebre carta son dos tranquilizantes que os deberíais tomar para que la pena de mi marcha no se os haga bola.

Os quiere.

 Papá».

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