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Libros y derribos

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Si existen personas con problemas como el tabaquismo, el alcoholismo o el nefasto esnobismo,  yo, por otro lado, padezco la enfermedad del «biblioismo». Esta dolencia, convertida en estos tiempos en una enfermedad rara, pues cada vez la padecemos menos bípedos, consiste en la ansiedad por conseguir libros y suele tener como síntoma principal una espléndida biblioteca de baldas combadas por el peso de la tinta, el papel y las palabras impresas. También se caracteriza por acaparar libros que, aun anotados en la lista de pendientes de lectura, nunca serán leídos, ni siquiera viviendo dos o tres vidas.               Muchas de las bibliotecas de los enfermos de «biblioismo», una vez el afectado se haya mudado al corral donde sueñan los justos, es más que probable que acaben en librerías de viejo, en serio y extremo peligro de extinción, o en una pirámide a merced de las llamas (¡por Dios, con lo que eso contamina!). En mis viajes oníricos más húmedos sueño con que mis libros los seleccion

Belleza

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  Decía Platón que la belleza era lo conveniente, lo útil, lo que sirve para lo bueno, lo que tiene grata utilidad y lo que da placer a los sentidos.             A día de hoy, ese concepto de belleza no es del todo compartido por el común de los mortales y por usted tampoco, única persona que me lee, como mortal que es. Hoy pensamos en lo bello como algo estético, como algo que agrada a la vista, sobre todo, al tacto y al resto de los sentidos de los que gozamos los humanos.             Hay personas a las que les excita estéticamente el placer de darse un baño en billetes y monedas de curso legal, de vestir ropas lujosas por el mero hecho de ser de tal o cual marca, dejando el gusto, harto dudoso, a un lado u observar tal o cual edificio dotado de la crisis de la modernidad al que califican como bello, como el sueño de sus míseras vidas. La belleza, como planteaba Platón o Sócrates, que a la sazón venían a ser lo mismo, va mucho más allá de los gustos generados por las modas o el p

Dragó

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  Muere Fernando Sánchez Dragó y, de todo lo vivido, poco o nada deja a los gusanos. Muere Sánchez Dragó y testa un legado cultural de  valor  inabarcable. Muere Dragó y las redes sociales arden de odio, expulsan espumarajos blancos por la boca y el amargo sabor de la bilis se refleja en ciento cuarenta caracteres. Fernando Sánchez Dragó ha sido una persona que ha bebido el elixir de la vida con tragos largos, desafiantes, intensos, saboreados. Ha sido escritor prolífico, viajero impenitente, provocador locuaz, amante fogoso (al menos de eso se jactaba) y mil y un oficios más que desarrolló a lo largo y ancho de una reseña biográfica harto vívida y vivida. De su faceta como escritor mediático y polémico con carné gremial que ni callaba ni le callaban, se creó un personaje, un mito, capaz, a través del televisor, de sentarse en la mesa camilla de nuestro cuarto de estar y arropar sus piernas con la faldilla. Esto de introducirse como ladrón en casa ajena y el hecho de ser un l