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Techos hundidos

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  En el campo, el trino de los pájaros es un canto salvaje, ancestral, montaraz. Los arroyos dejan caer el agua por entre sus cantos rodados y el frescor de las orillas verdes se desparrama sin consuelo por las aceras desvanecidas de los pueblos. Las ovejas del rebaño se han jubilado y ya no les place salir a pastar.           Los gritos de los niños en el recreo de la escuela no son otra cosa que un recuerdo añejo. Un recuerdo con olor a naftalina y a cerrado. El ruido mecánico de las cadenas de las bicicletas infantiles se ha sustituido por el crujido inclemente de los huesos de las caderas, por el de los muelles oxidados grabados en los colchones de lana, por el de los viejos rodamientos de los andadores recetados por la Seguridad Social. La infancia es un juguete roto, una mirada olvidada, un trauma sin resolver. Y sin tratar. Las calles ya no huelen a polvo de talco   ni a sonrisa de bebé   ni a pantalones cortos.           Los pueblos, tal y como sucede con las personas

Esclavitudes III. Hurtadores de tiempo

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Amanece uno al toque de corneta del teléfono móvil y con el vibrador amenazando con cerrar por derribo la mesilla de noche. Encendemos la pantalla para que el maldito chirrido ceje en la tarea de perforar nuestros tímpanos y los de la persona que intenta continuar con la labor de dormir a nuestro lado.             De ahí en adelante, la pantalla de nuestro dispositivo se iluminará una y mil veces a lo largo y ancho del día que tenemos por delante. Ora se encenderá por una notificación de mensajería instantánea, ora por una nimiedad que rauda ha llegado a las mientes de tu jefe, ora porque una alarma te hace recordar que tienes que ir a recoger a tu hijo cuando sale de las clases de kárate (¿o era golf?).   El caso es que nos entregamos, o más bien nos lanzamos, a estar   constantemente pendientes del maldito cacharrito.             Hasta ahí, todo normal. Todo el mundo lo hace. Y además lo hace sin parar, sin tregua, sin descanso alguno, como una maniobra automatizada en nuestro