Esclavitudes III. Hurtadores de tiempo

Amanece uno al toque de corneta del teléfono móvil y con el vibrador amenazando con cerrar por derribo la mesilla de noche. Encendemos la pantalla para que el maldito chirrido ceje en la tarea de perforar nuestros tímpanos y los de la persona que intenta continuar con la labor de dormir a nuestro lado.

            De ahí en adelante, la pantalla de nuestro dispositivo se iluminará una y mil veces a lo largo y ancho del día que tenemos por delante. Ora se encenderá por una notificación de mensajería instantánea, ora por una nimiedad que rauda ha llegado a las mientes de tu jefe, ora porque una alarma te hace recordar que tienes que ir a recoger a tu hijo cuando sale de las clases de kárate (¿o era golf?).

 El caso es que nos entregamos, o más bien nos lanzamos, a estar  constantemente pendientes del maldito cacharrito.

            Hasta ahí, todo normal. Todo el mundo lo hace. Y además lo hace sin parar, sin tregua, sin descanso alguno, como una maniobra automatizada en nuestro cerebro.

                        Pocos usuarios de estos telefonitos se han parado a pensar o a contabilizar cuánto tiempo de sus vidas malgastan en estar pendientes a todas horas de sus «amiguitos». Mucho. Hay aplicaciones que casi nadie se descarga con la capacidad de monitorizar y decirnos con sorna al oído el tiempo que arrojamos a la papelera por dedicarnos a este dispositivo. Pero el ser humano no es que sea reacio a la verdad, sino que le da miedo que se la escupan a la cara.

                                                                                                                                      Imagen    Mysticsartdesign

            En el ámbito profesional es un despropósito. Y aunque los móviles se han erigido en una «herramienta» de trabajo más, sigue siendo su uso (que ya es abusivo) un disparate, como decía.  El teléfono nos mantiene anclados al trabajo; pero no a lo importante, sino a la pérdida constante de tiempo productivo para conseguir o alcanzar nuestros objetivos laborales. Si lo analizásemos, veríamos que un buen porcentaje de las llamadas o de los correos electrónicos que también podemos atender en el móvil son asuntos de una importancia mínima, o, directamente, sin importancia alguna. Todos ellos son expertos hurtadores de nuestro valioso, preciado y escaso tiempo.

            A lo anterior, y siempre en los confines de nuestro ámbito laboral, hay que sumar otro buen puñado de arena de las absurdeces que nos restan tiempo de producción. Verbigracia: reuniones instituidas como normas, costumbre o tradición en las cuales no se dice nada relevante ni se llega a alcanzar ningún objetivo; interrupciones de jefes, subordinados o compañeros de trabajo capaces de venderte que su nimiedad (que no es otra cosa) es el asunto más importante, urgente y crucial al que dedicar más neuronas o más recursos de la empresa; los clientes o ciudadanos que con sus llamadas, correos y mensajes (vuelve la burra al trigo) apenas nos aportan algún beneficio o solución fructífera en contraposición al costo que se nos va en energía y tiempo que hay que dedicarles.

            Si uno, calculadora científica en mano, echara la cuenta de los segundos, de los minutos e incluso de las horas al día que se resbalan entre los dedos por estas tonterías, se arrancaría de cuajo los pelos. El que los tuviera o tuviese, claro. Es harto probable ver aparecer en la pequeña pantalla de la calculadora unos números rojos terribles y temibles.

         ¿Qué hago perdiendo tanto tiempo? ¿Qué hago perdiendo tanta vida?

            Llegados a este punto, no viene mal recordar que el tiempo es lo único capaz de perderse y no volver jamás de los jamases. Tampoco debemos olvidar que solo tenemos una vida y en este mundo estamos para vivirla.  Pero como hasta ahora digo, si calculásemos el tiempo real de trabajo provechoso utilizado en nuestro desempeño laboral, podríamos ver que para nada concuerda con el tiempo de feliz estancia en la oficina, en la nave o en  la fábrica.

            Podrían tacharnos de revolucionarios, de vagos o de holgazanes en el mismo momento en el que le planteáramos a los dueños de nuestro tiempo profesional el hecho de reducir nuestra jornada a un tercio de la que tenemos en estos momentos. Ante su furibunda negativa, le explicaríamos que solo somos productivos durante ese lapso. La furia se convertiría en ira y en la consiguiente amenaza de despido. Por lo tanto, y antes de la materialización de tal amenaza, tendremos que seguir estando en nuestro trabajo por estar; malgastando el tiempo en tonterías absurdas y repetitivas que se revisten con el hábito nazareno de lo importante, pero que no dejan de ser eso, tonterías.

             


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