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Techos hundidos

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  En el campo, el trino de los pájaros es un canto salvaje, ancestral, montaraz. Los arroyos dejan caer el agua por entre sus cantos rodados y el frescor de las orillas verdes se desparrama sin consuelo por las aceras desvanecidas de los pueblos. Las ovejas del rebaño se han jubilado y ya no les place salir a pastar.           Los gritos de los niños en el recreo de la escuela no son otra cosa que un recuerdo añejo. Un recuerdo con olor a naftalina y a cerrado. El ruido mecánico de las cadenas de las bicicletas infantiles se ha sustituido por el crujido inclemente de los huesos de las caderas, por el de los muelles oxidados grabados en los colchones de lana, por el de los viejos rodamientos de los andadores recetados por la Seguridad Social. La infancia es un juguete roto, una mirada olvidada, un trauma sin resolver. Y sin tratar. Las calles ya no huelen a polvo de talco   ni a sonrisa de bebé   ni a pantalones cortos.           Los pueblos, tal y como sucede con las personas

Modo ECO

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  El modo ECO y la preocupación por la conservación de la Naturaleza se han metido en nuestras vidas como un rayo cargado de electricidad que atraviesa nuestros cuerpos para quedarse alojado en el alma. Todo es eco, todo es sostenible, todo es respetuoso con el medio ambiente. Y eso está bien. Siempre que así fuera.             Estos postulados ecológicos y de respeto hacia la Naturaleza suele provenir de sectores sociales que viven desde hace siglos alejados de la Tierra, del Aire, del Mar. Muchos postulados, como decíamos, son movimientos de empresas que se dedican a navegar con un rumbo prefijado por los mares de la economía global y se sirven de esta moda Eco para ampliar el capital de los bolsillos de sus trajes a medida y para el mantenimiento de sus yates privados o sus aviones igualmente privativos.             Y si una materia prima, ayer harto contaminante, les abre los ojos a un nuevo y, como no puede ser de otra manera, lucrativo negocio, se mueve Roma con Santiago pa

BANDAS... Y NO DE ROCK AND ROLL

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Cuando oscurece en los parques y la noche cae sobre las canchas de baloncesto, las pandillas florecen como manzanilla en primavera y se hacen sus dueños y señores. Tan dueños y señores que impiden a otros niños del barrio que jueguen en ellas. Salvo que estos sean de los suyos.                                                                                                                                      Imagen de Berkan  küçükgül         Este sentido de pertenencia, de grupo o directamente de identidad se viene fraguando desde hace más de cuarenta años en las calles de las grandes urbes norteamericanas, en especial en Los Ángeles, donde se empezaron a cambiar los pañales sucios de las bandas. Allí, los jóvenes inmigrantes e hijos de inmigrantes centroamericanos luchaban en su fuero interno por averiguar quién eran. Sus padres o ellos mismos eran extranjeros, ciudadanos de segunda, tercera o de categoría regional en busca del sueño americano. Percibían que no eran bienvenidos o t