BANDAS... Y NO DE ROCK AND ROLL
Cuando oscurece en los parques y la noche cae sobre las canchas de baloncesto, las pandillas florecen como manzanilla en primavera y se hacen sus dueños y señores. Tan dueños y señores que impiden a otros niños del barrio que jueguen en ellas. Salvo que estos sean de los suyos.
Imagen de Berkan küçükgül Si bien en
Estados Unidos eran parias y extranjeros, no menos lo eran en sus países de
origen. No tenían lazos, sentimientos o sensaciones a las que aferrarse, sintiéndose
tan extraños como en Los Ángeles, San Francisco o en el frío Nueva York. Eran
ajenos tanto a un sitio como al otro. Flotaban en un nimbo acuoso al que
tampoco pertenecían. Solo el grupo de iguales les acogía. Un grupo de iguales
tan descastado y abandonado por unos y por otros, que no sabía transitar por
otra vereda que no fuera la de la violencia, la del delito y la del
dinero fácil, rápido y sin apenas esfuerzo. Veían a sus padres deslomados y
ausentes del hogar durante todo el día para cobrar una miseria y dedicarse a
trabajos que nadie deseaba realizar. Y tenían claro que no anhelaban eso para sus
vidas, querían ausentarse de ello.
Todos los
amigos se habían convertido en familia, con lazos fuertes y en apariencia
indestructibles. Eran las maromas a las que aferrase en caso de tempestad. Y a
ellas se agarraban sin dudarlo. A pesar
de que al otro lado del cabo de amarre solo existiera un futuro de enlazar unas
con otras las condenas dictadas por un juez. Sin olvidar el oprobio y la
ensalada de llantos desesperados de un familiares con sentimientos culpables y que
solo luchaban por su supervivencia.
Muchos
dejaron su sangre tiñendo de rojo el negro asfalto de una vida sin ilusiones; otros
fueron derrotados por las drogas y la pena y otros por el régimen carcelario
estadounidense.
Pero la
gran mayoría de los hijos de los inmigrantes hispanoamericanos sobrepasaron las
rocas que obstruían el camino con esfuerzo, trabajo y perseverancia y se
erigieron en grandes abogados, periodistas o poseedores de cualquier otro oficio
humilde y honrado. Pero como siempre pasa en estas cosas, los malos hacen un
ruido que ni para qué, mientras que el trabajo callado y de hormiguita de la
mayoría apenas es apreciado, aunque los resultados estén a la vista.
El modelo
fue trasladándose a las tierras de la vieja Europa y, lentos como somos en
estas geografías, no hemos aprendido nada de lo que venía. Estábamos preocupados por otros asuntos y no
nos dimos cuenta de atajar el problema con la antelación suficiente desde un
punto de vista integral, desde todos los flancos posibles. Las bandas ya no son un grupo de muchachos venidos de
fuera y desarraigados. No. Ahora las bandas son multiculturales, con individuos
originarios de allende los mares, del Magreb, del este de Europa o nativos.
Todos ellos con un sentimiento de desarraigo y de vacío existencial que,
fraguado en el corazón de las familias (muchas de ellas desestructuradas o
atomizadas en habitaciones con conexión a internet y nula comunicación entre
sus miembros), se lanzan a la calle a guiarse por la ley de la violencia y del
amparo del grupo de iguales.
Esto
tampoco es nada nuevo, pues en el ámbito marginal siempre ha habido bandas con
la delincuencia por bandera y el grupo como sistema de identidad. Si bien lo
distinto es esa violencia tan gratuita o ese sistema tan férreo de disciplina y
adherencia que las bandas de los setenta u ochenta no poseían.
Y mientras
Roma arde, nosotros tocamos la lira desafinada. Nadie afronta el problema desde
todas las vertientes posibles: educacional, social, laboral, policial,
judicial. Entre otras. Pues mientras la desesperanza por un futuro mejor empape
hasta los tuétanos a nuestros jóvenes y no vean una salida que les satisfaga,
el problema no solo va a seguir, sino que es harto probable que vaya a aumentar
de manera exponencial.
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