BANDAS... Y NO DE ROCK AND ROLL

Cuando oscurece en los parques y la noche cae sobre las canchas de baloncesto, las pandillas florecen como manzanilla en primavera y se hacen sus dueños y señores. Tan dueños y señores que impiden a otros niños del barrio que jueguen en ellas. Salvo que estos sean de los suyos.

     
                                                                                                                               Imagen de Berkan  küçükgül
       Este sentido de pertenencia, de grupo o directamente de identidad se viene fraguando desde hace más de cuarenta años en las calles de las grandes urbes norteamericanas, en especial en Los Ángeles, donde se empezaron a cambiar los pañales sucios de las bandas. Allí, los jóvenes inmigrantes e hijos de inmigrantes centroamericanos luchaban en su fuero interno por averiguar quién eran. Sus padres o ellos mismos eran extranjeros, ciudadanos de segunda, tercera o de categoría regional en busca del sueño americano. Percibían que no eran bienvenidos o tratados del mismo modo en que lo eran los americanitos blancos, rubios y de ojos noruegos. Para ellos eran de una calaña inferior, morenos, con la piel del color del caramelo y con un fuerte acento hispano en su aliento. Eran parias, descastados y enfrentados a los retos de la vida por sí mismos, sin más ayuda que la que le prestaban sus iguales. Sus padres o familiares se hallaban demasiado ocupados en trabajar en oficios con horarios de mierda y mal remunerados para llenar, aunque solo fuera a medias, las panzas hambrientas de sus descendientes, y en algunos casos de sus propios progenitores.

            Si bien en Estados Unidos eran parias y extranjeros, no menos lo eran en sus países de origen. No tenían lazos, sentimientos o sensaciones a las que aferrarse, sintiéndose tan extraños como en Los Ángeles, San Francisco o en el frío Nueva York. Eran ajenos tanto a un sitio como al otro. Flotaban en un nimbo acuoso al que tampoco pertenecían. Solo el grupo de iguales les acogía. Un grupo de iguales tan descastado y abandonado por unos y por otros, que no sabía transitar por otra vereda que no fuera la de la violencia, la del delito y la del dinero fácil, rápido y sin apenas esfuerzo. Veían a sus padres deslomados y ausentes del hogar durante todo el día para cobrar una miseria y dedicarse a trabajos que nadie deseaba realizar. Y tenían claro que no anhelaban eso para sus vidas, querían ausentarse de ello.

            Todos los amigos se habían convertido en familia, con lazos fuertes y en apariencia indestructibles. Eran las maromas a las que aferrase en caso de tempestad. Y a ellas se agarraban sin dudarlo.  A pesar de que al otro lado del cabo de amarre solo existiera un futuro de enlazar unas con otras las condenas dictadas por un juez. Sin olvidar el oprobio y la ensalada de llantos desesperados de un familiares con sentimientos culpables y que solo luchaban por su supervivencia.

            Muchos dejaron su sangre tiñendo de rojo el negro asfalto de una vida sin ilusiones; otros fueron derrotados por las drogas y la pena y otros por el régimen carcelario estadounidense.

            Pero la gran mayoría de los hijos de los inmigrantes hispanoamericanos sobrepasaron las rocas que obstruían el camino con esfuerzo, trabajo y perseverancia y se erigieron en grandes abogados, periodistas o poseedores de cualquier otro oficio humilde y honrado. Pero como siempre pasa en estas cosas, los malos hacen un ruido que ni para qué, mientras que el trabajo callado y de hormiguita de la mayoría apenas es apreciado, aunque los resultados estén a la vista.

            El modelo fue trasladándose a las tierras de la vieja Europa y, lentos como somos en estas geografías, no hemos aprendido nada de lo que venía.  Estábamos preocupados por otros asuntos y no nos dimos cuenta de atajar el problema con la antelación suficiente desde un punto de vista integral, desde todos los flancos posibles. Las bandas ya no son un grupo de muchachos venidos de fuera y desarraigados. No. Ahora las bandas son multiculturales, con individuos originarios de allende los mares, del Magreb, del este de Europa o nativos. Todos ellos con un sentimiento de desarraigo y de vacío existencial que, fraguado en el corazón de las familias (muchas de ellas desestructuradas o atomizadas en habitaciones con conexión a internet y nula comunicación entre sus miembros), se lanzan a la calle a guiarse por la ley de la violencia y del amparo del grupo de iguales.

            Esto tampoco es nada nuevo, pues en el ámbito marginal siempre ha habido bandas con la delincuencia por bandera y el grupo como sistema de identidad. Si bien lo distinto es esa violencia tan gratuita o ese sistema tan férreo de disciplina y adherencia que las bandas de los setenta u ochenta no poseían.

            Y mientras Roma arde, nosotros tocamos la lira desafinada. Nadie afronta el problema desde todas las vertientes posibles: educacional, social, laboral, policial, judicial. Entre otras. Pues mientras la desesperanza por un futuro mejor empape hasta los tuétanos a nuestros jóvenes y no vean una salida que les satisfaga, el problema no solo va a seguir, sino que es harto probable que vaya a aumentar de manera exponencial.

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