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Mostrando entradas de enero, 2024

Prensa

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  Entre todas las manías de hombre cuya vida se ha desarrollado, se está desarrollando, a lomos de mula coja de dos siglos desiguales, tengo la de comprar el periódico en papel. Lo suelo leer los fines de semana, pues entre diario, como dicen los cursis posmodernos, no me da la vida . Pero lo cierto es que la vida da para mucho, sólo es cuestión de gestionar con debida astucia el tiempo, aunque eso es harina de otro costal y, por ello, será tratado en otro momento más propicio.             Como decía, compro el periódico los fines de semana y cada vez encuentro más y más trabas para hacerlo. Los quioscos de toda la vida son esqueletos de hierro famélico y retorcido, sin más vida que la del musgo y los hongos alucinógenos del abandono. Apenas queda alguno en aquellas esquinas donde los chavales nos arremolinábamos para comprar cromos (le te… no le te… está repe…) y golosinas con la paga de los domingos y compartíamos espacio, a veces conversaciones, con los adultos que adquirían el pe

Mienten

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  Vivimos en una sociedad colmatada de mentira. Sé que no es la mejor manera de comenzar una entrada en este blog que casi nadie lee; pero ¿es precisamente porque casi nadie lo lee o porque me da la real gana escribirlo? En usted, querido lector, queda la respuesta.             Mentiras, mentiras, mentiras.                                                                                                 Imagen de  Schwerdhoefer             Miente el vendedor de crecepelo a esos potenciales clientes que no tienen más solución que la ofrecida por las clínicas turcas a rebosar de clientes ibéricos.             Miente el panadero. El que te vende la fruta. Quien envuelve el pescado en papel de estraza para evitar mancillar el resto de bolsas de la compra.             Miente el guardia de la porra y el policía que investiga cómo ocurrieron los hechos.             Miente el abogado de oficio por una raquítica minuta y, como no puede ser de otra manera, también lo hace el abogado pa

La misma rutina

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  El «quinto levanta» de mi despertador lleva quince minutos golpeando como pelota de pádel las paredes de mi habitación. Con mano torpe y ojos sellados con el lacre de las legañas consigo que el horrísono soniquete se frene en seco de una vez por todas ante las luminarias del nuevo día. La pereza no me abandona en el trance de salir de la calidez de las mantas y dirigirme en cruel travesía hasta el baño.             Ducha. Desayuno copioso: dos tostadas de pan, pan embadurnado en mantequilla, de la buena, no ese sucedáneo vegetal, en cuyas cumbres se enriscan los pegotones de mermelada de fresa. Desciendo los sesenta y ocho escalones que separan mi hogar de la acera dentro de la confortabilidad de un ascensor con pantalla y música ambiente. ¡Maldita sea! Anoche aparqué el coche en el único hueco existente a la otra punta de la vía donde vivo. A tomar por culo. Camino en su busca con el aliento adherido a los alveolos y la respiración todavía sin despertar. Menos mal que la calle es