La misma rutina
El «quinto levanta» de mi despertador lleva quince minutos
golpeando como pelota de pádel las paredes de mi habitación. Con mano torpe y
ojos sellados con el lacre de las legañas consigo que el horrísono soniquete se
frene en seco de una vez por todas ante las luminarias del nuevo día. La pereza
no me abandona en el trance de salir de la calidez de las mantas y dirigirme en
cruel travesía hasta el baño.
Ducha.
Desayuno copioso: dos tostadas de pan, pan embadurnado en mantequilla, de la
buena, no ese sucedáneo vegetal, en cuyas cumbres se enriscan los pegotones de
mermelada de fresa. Desciendo los sesenta y ocho escalones que separan mi hogar
de la acera dentro de la confortabilidad de un ascensor con pantalla y música ambiente.
¡Maldita sea! Anoche aparqué el coche en el único hueco existente a la otra
punta de la vía donde vivo. A tomar por culo. Camino en su busca con el aliento
adherido a los alveolos y la respiración todavía sin despertar. Menos mal que
la calle es corta. Me acomodo en el sillón de la sala de estar del habitáculo
de mi coche. Arranco. Enciendo la calefacción. ¡Esto es vida! En la radio una
serie de tertulianos doctorados en liendres berrean sobre cosas que son
incapaces de discernir. Apenas presto atención, sólo hago caso cuando la
información del tráfico les logra interrumpir en sus interminables peroratas.
A los siete minutos tengo el coche aparcado en el garaje de la empresa donde trabajo. Escalo hasta el tercer piso del edificio en un ascensor más grande, pero con el mismo hilo musical que el de mi bloque. Enciendo el ordenador, acomodo mi trasero, cada vez con mayor volumen, al asiento ergonómico de mi silla de oficina y comienzo la dura batalla con el Excell, el Canva y los informes que se necesitaban para ayer. Me he levantado al baño, con la edad lo hago con mayor asiduidad. Menos mal que está ubicado al lado de la puerta de mi despacho. Regreso a la comodidad ergonómica de mi asiento y al combate encarnizado y cruel con los índices del Ibex 35, con el Nikei y todas esas ficciones o fantasías que hacen ganar dinero a mi empresa.
Para comer, hamburguesa. El menú chino de
ayer me dejó una extraña sensación de irrealidad estomacal; por no hablar del
kebab del día anterior. He pensado que mañana pediré pollo rebozado que es
mucho más sano. El chico de Glovo me sonríe para que le afloje algo de propina.
Me niego en rotundo, ya me cobran por su servicio. Su sonrisa se borra como ese
corazón atravesado por una flecha escrito en la orilla del mar que las olas
arrastran sin remedio ni redención posible.
Hoy, como casi siempre, toca trabajar hasta
tarde. Me he comprado en la máquina expendedora de la oficina un par de
refrescos de esos que van hasta el culo de cafeína, insomnio y azúcar. Los he
tomado casi sin hacer uso de la respiración. Hay que aguantar el tipo. Los días
en los que el trabajo se va a alargar de veras, y cuando digo de veras, me
refiero a que se va a extender hasta bien entrada la madrugada, me enchufo un
par de tiritos y me devoro los informes como si fueran hamburguesas recién
salidas de la parrilla.
Al llegar a casa, los niños están dormidos.
Mi mujer lagrimea con un programa de esos con los sentimientos a flor de piel
que suele ver en su tableta y con los auriculares acomodados a la forma de sus
huesecillos del oído. Me recaliento un filete de ternera y le lleno la bañera
del plato de salsa barbacoa. Lo devoro sin piedad ni descanso ante la serie de
la que todo el mundo habla en la oficina. Veo un capítulo. Luego otro. Y otro
más. Me está haciendo efecto la cafeína, el insomnio y el azúcar de los
refrescos que bebí en la oficina. Picoteo una chocolatina, varias chuches
algo duras olvidadas por los niños en la mesa de centro y al
levantarme a la despensa a por más chocolate, recuerdo que llevo un mes sin
aparecer por al puerta del gimnasio. Todavía tengo agujetas desde entonces. ¡Malditas
sentadillas!
He visto seis capítulos de la serie, me he
embaulado un paquete de chocolate y una bolsa de palomitas de colores. Me
dirijo a la cama. Mi esposa se ha quedado dormida con las imágenes de su
programa favorito parpadeando en la tableta. Hoy, como mucho, nos hemos cruzado
cuatro o cinco monosílabos. Los niños sueñan. No los he visto despiertos.
Mañana, la misma rutina.
P.S.— Las denominadas
«Zonas Azules» son regiones del planeta Tierra en las cuales existe un número
importante de personas centenarias; pero su importancia no radica sólo en que
haya muchos centenarios, sino en la buena calidad de vida de la que gozan.
Diversos estudios concluyen que en todas estas «Zonas Azules» coinciden una
serie de circunstancias parecidas, como pueden ser, entre otras, tener un
propósito de vida, realizar ejercicio moderado pero de manera continua y unas
saludables relaciones sociales.
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