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La misma rutina

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  El «quinto levanta» de mi despertador lleva quince minutos golpeando como pelota de pádel las paredes de mi habitación. Con mano torpe y ojos sellados con el lacre de las legañas consigo que el horrísono soniquete se frene en seco de una vez por todas ante las luminarias del nuevo día. La pereza no me abandona en el trance de salir de la calidez de las mantas y dirigirme en cruel travesía hasta el baño.             Ducha. Desayuno copioso: dos tostadas de pan, pan embadurnado en mantequilla, de la buena, no ese sucedáneo vegetal, en cuyas cumbres se enriscan los pegotones de mermelada de fresa. Desciendo los sesenta y ocho escalones que separan mi hogar de la acera dentro de la confortabilidad de un ascensor con pantalla y música ambiente. ¡Maldita sea! Anoche aparqué el coche en el único hueco existente a la otra punta de la vía donde vivo. A tomar por culo. Camino en su busca con el aliento adherido a los alveolos y la respiración todavía sin despertar. Menos mal que la calle es