Techos hundidos
En el campo, el trino de los pájaros es un canto salvaje,
ancestral, montaraz. Los arroyos dejan caer el agua por entre sus cantos
rodados y el frescor de las orillas verdes se desparrama sin consuelo por las
aceras desvanecidas de los pueblos. Las ovejas del rebaño se han jubilado y ya
no les place salir a pastar.
Los gritos
de los niños en el recreo de la escuela no son otra cosa que un recuerdo añejo.
Un recuerdo con olor a naftalina y a cerrado. El ruido mecánico de las cadenas
de las bicicletas infantiles se ha sustituido por el crujido inclemente de los
huesos de las caderas, por el de los muelles oxidados grabados en los colchones de
lana, por el de los viejos rodamientos de los andadores recetados por la Seguridad
Social. La infancia es un juguete roto, una mirada olvidada, un trauma sin
resolver. Y sin tratar.
Las calles ya no huelen a polvo de talco
ni a sonrisa de bebé
ni a pantalones cortos.
Los pueblos, tal y como sucede con las personas, cada vez envejecen peor. Tienen más arrugas, menos pelo en la cabeza, más achaques. Las casas se desvirtúan como los números compuestos en la clase de matemáticas, aquejadas del virus de la carcoma del olvido. Un día llegas y de esa casa donde vivió aquella viejina en compañía de su inseparable tos sólo queda el polvo de las enredaderas del desuso. Las escrituras y los litigios por herencias desheredadas duermen el sueño de los justos en un ataúd de cartón, legajo me dicen que se llama, olvidado en el último recoveco de la estantería gris de un juzgado con pústulas de tristeza en sus paredes.
No hay herederos. Bueno, sí. Hay demasiados. Pero andan desperdigados por ahí y por allá y apenas comparten ya un glóbulo rojo de su torrente sanguíneo y nada quieren saber de las haciendas, de las casas o de aquella tierra baldía que ni sienten como suya ni saben de su existencia. De este modo dejan libre el camino para que la muerte tiña con negra cal las fachadas de unos inmuebles donde los techos hundidos se tragaron las historias que dentro de ellos se vivieron.
Pero de eso hace demasiado tiempo.
Entretanto, se festeja la inauguración de un tanatorio, de una bisagra con vistas al Hades, de una vereda de la puerta de atrás hacia el Más Allá. Una reivindicación antigua, dicen. Una necesidad, proclaman.
¿Tal vez no sería más apropiado reivindicar, ya puestos,
una matrona o una maternidad o una escuela con más alumnos y profesores o un
médico residente en esa casa que a su disposición tiene o una serie de
servicios básicos dignos de un primer mundo que agoniza? Las calles de los
pueblos se quedan solitarias y guardan con celo el silencio del desuso. Los
tejados de las casas fenecen sin remedio y la vida ya no es vida cuando los
hierbajos del abandono lo ocupan todo sin remedio y sin orden de desahucio.
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