Libros y derribos
Si existen personas con problemas como el tabaquismo, el
alcoholismo o el nefasto esnobismo, yo,
por otro lado, padezco la enfermedad del «biblioismo». Esta dolencia,
convertida en estos tiempos en una enfermedad rara, pues cada vez la padecemos
menos bípedos, consiste en la ansiedad por conseguir libros y suele tener como
síntoma principal una espléndida biblioteca de baldas combadas por el peso de
la tinta, el papel y las palabras impresas. También se caracteriza por acaparar
libros que, aun anotados en la lista de pendientes de lectura, nunca serán
leídos, ni siquiera viviendo dos o tres vidas.
Muchas de
las bibliotecas de los enfermos de «biblioismo», una vez el afectado se haya mudado al corral donde sueñan los justos, es más que probable que acaben en
librerías de viejo, en serio y extremo peligro de extinción, o en una pirámide
a merced de las llamas (¡por Dios, con lo que eso contamina!). En mis viajes
oníricos más húmedos sueño con que mis libros los selecciona el ama, la
sobrina, el cura y el barbero (sobre todo estos últimos) y tal y como hicieron
con la biblioteca del ingenioso hidalgo salvan de la quema a El Quijote, casi
todos los Episodios Nacionales y Las Máscaras del Héroe. Desconozco si mi
descendencia tendrá ese signo de piedad o por el contrario mis libros arderán
al peso.
Parece ser que los libros combustionan bien, a 451 Farenheit, y a lo largo de la Historia tenemos ejemplos a diestro y siniestro, repito, a diestro y siniestro, por todo lo largo y ancho de este planeta que nos sirve de morada. Todas las obras incómodas solían dar calor a la turba fanatizada y analfabeta que se regocijaba en la observación del fuego redentor.
En muchos
casos, no sólo era el papel impreso lo que ardía, también el autor; pero,
señora, no piense usted que le hablo de los tiempos pretéritos de Maricastaña,
la «oscura» Edad Media o el «luminoso» Imperio Romano. No. Ahí tenemos todavía
vivo e imagino que coleando lo que le dejan al escritor Salman Rushdie, quien
ha tenido que vivir media vida escondido por una fatwa que ponía precio a todo el contenido de su cabeza por su obra
«Los Versículos Satánicos». No contentos con impedirle disfrutar de la
necesaria vitamina D del sol, cuando empezó a poder dar conferencias, un
fanático chií le atacó a puñaladas y como consecuencia de ello, el día que le
entierren lo harán con un ojo menos en la columna del debe.
El caso del pobre Salman, con sus gafas de pirata, es paradigmático. En este siglo, o en esta
Era, en la que pensamos que somos los seres vivos más civilizados de lo que
llevamos de Historia, somos más de atacar a personajes muertos que a los vivos.
Resulta mucho más fácil fustigar a quien no puede defenderse. Es más cómodo y seguro
para el agresor, sabedor de que su integridad no se verá afectada y, de paso,
si es bajo el amparo de una multitud enfurecida, manipulada a más no poder y
servil en grado máximo, apagamos la luz de la sabiduría de los libros,
derribamos las esculturas que homenajean a quien esa turba no quiere que se le
recuerde o dinamitamos edificios que el único pecado que atesoran es haber sido
construidos en un momento histórico que, por lo que sea, interesa ser olvidado.
Una vez hecho eso, comenzamos a variar el relato
de lo sucedido, lo que antaño se denominaba Historia, así con mayúscula.
Bien sabido
es que si manipulamos la Historia, conseguimos variar el presente. No lo digo
yo, lo dijo George Orwell (sí, señora, el de Gran Hermano): «Quien impone su
visión del pasado, puede controlar el futuro». Y de eso se trata. De memoria se
lo saben los movimientos ofendiditos por
la Historia. ¡Manda huevos! Por eso, si derribamos las estatuas de fray
Junípero Serra, fundador de muchas ciudades de la costa oeste de los Estados
Unidos, sacamos de sus tumbas y derrumbamos los mausoleos de conquistadores, gobernantes o misioneros y los
arrumbamos al osario de la fosa del olvido o quemamos, aunque sea de manera
metafórica, los libros que narran la Historia, que nos ubican en el mundo y que
nos aportan las bases necesarias para ser y estar en el orbe, no tendremos otra cosa que unos pilares donde asentarnos
basados en la mentira, una manera de estar en el mundo descolocada y una
identidad y arraigo descompuesta y estéril, como un erial arrasado por un ataque
nuclear.
Una vez
despojados de los asideros que nos asientan en el mundo, no seremos más que
peleles, muñecos, cuerpos inertes a merced del viento. No hay nada mejor que un
mundo habitado por maniquíes incapaces de hacerse preguntas, de tener un pensamiento
de índole personal, no teledirigido como drones suicidas y con la capacidad y
observación cristalina de poder acariciar la vida tal y como fue, tal y como
es, tal y como será. Para evitar eso hay que oponerse con ganas a que se reescriba
la Historia bajo el prisma de los intereses creados, sean o no de nuestra forma
de pensar. Pues lo hechos, nos gusten o no, hechos son.
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