Turismo sostenible

 

Sus manos notaron el ligero frescor del antepecho de hierro del balcón. Cuando se soltó, el ligero frescor se convirtió en una quemazón que descendía a velocidad de vértigo desde el cuarto piso del hotel mallorquín donde hacía unas horas se alojaba.

          El airecillo que le ofrecía la caída al vacío era capaz de despeinar su melena acharolada. Bajo su cuero cabelludo, una serie de recuerdos inciertos se agolparon de manera cinematográfica por entre los pliegues pegajosos de su cerebro inundado de cerveza, ron y whisky del más barato de los que tenía en sus estanterías el chino de la esquina.

          Se vio en el día en el que todos los colegas, en el pub de su calle, quedaron en pegarse las vacaciones padre en una isla mediterránea. Su amigo Tony propuso un viaje a Malta; por cuestiones del idioma y de cultura, decía. Pero el grueso del grupo le dijeron que no era el mejor destino, que siendo hijos de la Gran Bretaña el idioma ya no era obstáculo alguno para poder disfrutar de unos días de sol, playa y borracheras sin límite. Además, añadió Tim, las tías de Malta son muy feas y más estrechas que las españolas. Mathew propuso Málaga y Mallorca como destinos posibles. Un rugido unánime levantó las faldas de la moción y en un más que dudoso referéndum democrático la isla ganó por goleada en Wembley. Magaluf, dijo John, que allí está el centro mundial de la fiesta y de los chupitos de un trago. Y está tirado de precio, añadió Mathew.

          Berrearon como ciervos en celo y brindaron con sus pintas recién tiradas por un barman con el pelo peinado con la raya del aburrimiento. Aquella noche bebieron sin indulgencia hasta el toque de rigor de una campana desafinada; toque que indicaba que cada mochuelo se fuera a su olivo y Dios  al de todos.

          El ruido de los motores de los aviones en el aeropuerto de Heathrow no impedía a la camarera de la cafetería escuchar a los cinco amigos pedir una nueva ronda de pintas de cerveza. Otra más. Ya había perdido la cuenta y las anotaba en una pequeña libreta que le servía de disco duro externo. Cuando anunciaron su vuelo, los cinco amigos se tambaleaban al ritmo desafinado de canciones tradicionales de Birminghan, de Liverpool o de cualquier otro lugar del imperio desolador que una vez tuvieron sus antepasados.

          El exceso de alcohol provocó un vuelo tranquilo, solo aderezado por los ronquidos etílicos de los cinco veraneantes.

Aterrizaje sin incidencias, comandante.

 Las escalerillas les arrojaron sobre el asfalto recalentado de Son Sant Joan. Del sopor devenido del vuelo a la euforia de las vacaciones solo medió una lata de cerveza de medio litro trasegada a la espera del autobús que les llevaría al hotel.

          La noche, las luces y el superávit en la cuenta de decibelios de la discoteca provocaban el más extraño de los ardores guerreros de la fiesta. Alcohol, algún porrete y varios tiros de cocaína hacían que los cinco se desparramasen por bares, pubs y discotecas. Todo por la fiesta, se prometieron. Eran torpes, de una palabrería viscosa y de una babosería sin límites con las mujeres que huían como podían de su lado. No había tiempo para líos de faldas, solo querían emborracharse hasta sobrepasar con creces el límite de su aguante. Si acaso algún tocamiento de nalgatorio anónimo y amparado por la muchedumbre o algún pico furtivo con alguna paisana del imperio que circulaba por la misma autopista etílica. Poco más. No habían ido allí a enamorarse, solo a beber y a colocarse como nunca antes lo habían hecho.

          Cuando arribaron a la puerta giratoria del hotel, el sol era ya un firme candidato a la alcaldía de la mañana. Les hacía bajar el toldo de los párpados para que la dilatación de las pupilas no las impidiera cumplir con su palabra de hacer ver a los ojos. Ver borroso, ver doble, ver a cámara lenta, pero ver, al fin y al cabo.

          Las habitaciones tenían el olor de la limpieza en su alma y las maletas sin deshacer de los cinco amigos. Saltaron sobre las colchas impolutas, que dejaron de estarlo al momento, destrozaron las lámparas de las mesillas con sus bailes salvajes, voltearon los colchones con el objetivo de parapetarse tras ellos mientras se arrojaban botes vacíos de cerveza y los restos de hielo a medio digerir por el estómago de algún vaso de plástico. La algarada era perfecta para una panda de cerebros abrasados por todo tipo de drogas y alcohol en cantidades harto superiores al cupo impuesto por la consciencia.

          Entre risas, jolgorio y voces estentóreas, Tim se asomó al balcón y vio la piscina teñida de azul.                                                                      

              Agradable.Foto de Dimhou

 Provocativa.

 Incitante.

 Farfulló algo así como qué buena tiene que estar el agua a estas horas. El más valiente, borracho e inconsciente de todos pasó por encima de la barandilla metálica sus piernas y con todo el cuerpo fuera, tan solo amarrado por las manos a la seguridad de los barrotes de la balaustrada, cantó el God save the Queen.

          En el aire se despeinó su melena acharolada.

En el borde de la piscina dejó impresas las huellas de su inconsciencia, las huellas del teatro de lo absurdo, las huellas que tuvo que recoger con pinzas el forense para redactar su informe.

Comentarios

Entradas populares de este blog

Palabra

A la sombra de la memoria

Bellos amaneceres