Hijos y fútbol
No he sido muy aficionado al fútbol. Apegado a la Verdad, ni mucho ni poco, simplemente no he sido aficionado. Ni siquiera vi la final de la Copa del Mundo de Sudáfrica. No me interesaba.
Desde
la primera vez que respiró oxígeno de modo directo mi heredero, caminó por las
mismas trochas no futbolísticas por las que yo transitaba. No fue nada
influenciado. No le gustaban los juegos de balón y se dedicaba a otros juegos
más creativos. Si bien es cierto que al poco de empezar a mascullar palabras
eligió ser del Atlético de Madrid, a pesar de que el deporte rey en esos
momentos no le atraía nada de nada.
Corrió
su infancia entre disfraces, música (fanático de Queen) y la compañía de teatro
«Siempre Alegres» del colegio. Una mañana (¿o fue una tarde?) decidió que quería
ser actor de doblaje. Se tragaba videos de cómo se doblaban al español las películas,
entrevistas a los actores más relevantes del panorama hispano e incluso se
lanzaba sin red a practicar escenas de series, previamente
eliminado el sonido, y con diferentes imitaciones de voz según el personaje a
interpretar. Por aquella época me lo imaginaba explicando a los amigos y
compañeros del colegio lo que era eso de ser actor de doblaje. También me lo
imaginaba jugando en el patio del colegio, durante los recreos, a crear héroes
de ficción, entretanto, el resto de compañeros pateaban el cuero de un balón de
fútbol.
Poco
después de la desdichada pandemia, comenzó a jugar a videojuegos de fútbol, le
empezó a llamar ese deporte y su vida dio un giro absoluto: trocó a los actores
de doblaje por jugadores de élite. Ya en su adolescencia no se disfrazaba de
Freddy Mercury, de Jedi o de Harry Potter. No. Ahora hablaba de fútbol, de
futbolistas de la segunda división holandesa o de la cuantía de la ficha de la
última adquisición de un equipo de Varsovia. Sus intereses relacionados con la
actuación, el arte dramático y el doblaje se escapaban por el sumidero del
lavabo de los sueños bonitos, de los sueños infantiles, de los sueños que
quedan pendientes en la columna del debe. Su vida giraba en torno al fútbol. Pero
no jugaba, nunca se le dio bien, sino que era como ese Héctor del Mar de los
datos, de las asistencias, de los goles marcados por el equipo rival. Me recordaba
en esos momentos a su abuelo, a la sazón, mi padre, cuando desde el borde de la
piscina nos indicaba a mi hermano y a mí los gestos que teníamos que hacer para
nadar correctamente, cuando él nunca lo había hecho.
Bueno,
pensé, algo de linaje le queda.
Desde entonces, digo desde esa afición desmedida por el fútbol de mi heredero, he visto más partidos de fútbol televisado que en todos los años vividos por este humilde servidor: partidos de la Copa de Europa (me niego a decir el vocablo inglés, digo, pirata), de primera división e incluso de categorías juveniles. Hasta obró el milagro de que fuera a ver un partido de primera, en concreto al Atleti en el Metropolitano (aunque me hubiera gustado más en el Vicente Calderón). Nunca había estado en un encuentro de primera división y, por mi hijo, conseguí que me prestaran unos abonos y un buen sitio desde donde no dejar escapar detalle alguno. Mi heredero me dejó una camiseta oficial, él se atavió con la propia y como dos hinchas más animamos a nuestro equipo, el Atlético de Madrid.
Imagen de Jarmoluk Mi
interés por el fútbol, como hasta aquí se ha podido deducir, ha sido siempre cero;
pero por un hijo uno es capaz de cambiar hasta de marca de tabaco. Me siento en
el sofá para ver partidos y así poder estar un rato a su lado. Si mete gol el
Atleti, lo coreamos y nos abrazamos como si mi hijo hubiera rematado una asistencia
mía a puerta vacía. O por la escuadra. La adolescencia es una etapa muy dura,
muy autoaislada y hay que aprovechar cualquier
instante, aunque sea un encuentro deportivo, para disfrutar de su compañía. No
son los momentos más apropiados para las confidencias, las conversaciones trascendentales
o los momentos grabados a fuego en el corazón, pero es lo que toca en ese
momento y no seríamos muy listos si no
los aprovecháramos.
Porque como bien saben los padres, por ellos, por los hijos, se hace lo que sea. Desde la primera ecografía del vientre gestante, desde el sonido acelerado del corazón del feto (que te lo acelera a ti también) o desde que se intuyen formas humanas, se inicia un vínculo indestructible entre los padres y ese hijo por nacer. Ilusión. Esperanza. Amor incondicional. Son términos que en ese momento adquieren una dimensión de continuidad. Una dimensión de legado inmaterial. Una dimensión de trascendencia. La vida de uno mismo pasa a un sensato segundo plano para, a partir de ese momento, centrarse en los cuidados, la educación y el amor a ese niño que, aún sin saber cómo va a ser, ya lo queremos más que a nuestra persona. Todavía no anda, no habla, ni siquiera se ha desprendido del seno materno y ya ha tenido la capacidad de modificar el genoma de la familia. Ya nada gira en torno del ego, ahora todo gira en torno a ese ser que está por venir, que tiene su camita preparada, sus juegos de sábanas limpias. Y el mundo, todo nuestro mundo, cambia para siempre.
Tienen
razón aquellos que no tienen hijos porque, según ellos, les resta libertad, les
impiden tener la experiencia de los largos viajes por los confines del mundo
con el único objetivo de marcarlos con una chincheta de colores en el mapamundi
que decora la pared de la habitación de su piso compartido y, por supuesto, su
vida social (nocturna) se resiente. Tienen razón. Pero yo soy capaz de ir más allá
y ver la trascendencia en el iris de los ojos de mis descendientes, la libertad
de luchar porque nuestros hijos lleguen a tener, a pesar del fútbol o por ello
mismo, una vida plena y mi vida se transforme en vida en común. En vida
comunitaria. En no pensar sólo en uno mismo.
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