Un perro invernal, una acera de verano y un flaneur curioso.

 

Mi único y querido lector es buen conocedor de que a mi alma literaria le agrada sobremanera que mi cuerpo se disfrace con habitualidad de eso que los cursis gabachos denominan flanerur. El flaneur no es otra cosa que un vagabundo callejero pero con una holgada situación económica y buena posición social, que, por cierto, tampoco es mi caso. Aquí, al sur de los Pirineos, es lo que viene a ser un curioso impertinente callejero y observador de la arrogancia de los hombres, la belleza imperturbable de las mujeres y del ambiente ácido de los cafetines, los bares de mala nota y los restaurantes estrellados por culpa de una marca de neumáticos.

            Este que suscribe es aficionado a este caminar sin rumbo aparente y a llevar bien abiertos los ojos para otear lo que le circunda y, de este modo, no solo aprender (y aprehender) la vida, sino también para generar material literario, pensamientos antropológicos y divagaciones filosóficas. Los paseos en solitario son fuente inagotable de literatura; los acompañados, lo son bastante menos, pero de todo se puede sacar chicha.

            Pues andaba dando uno de esos paseos, tan flaneur y tan vagamundo, a los que, como decía, soy tan aficionado y entretanto disfrutaba de los efectos salvíficos de la fruta del melocotonero en las papilas gustativas, cuando, de repente, observé a un perro de esos que en su tiempo libre se dedican a arrastrar trineos por la esterilidad del hielo que ciñe la cintura del Círculo Polar Ártico, el cual iba paseando de la correa de su dueño. Al curioso flaneur sólo le da por pensar en el sufrimiento del animal en un verano tórrido del centro de la península Ibérica. El calor asfixiante, la reclusión en los espacios reducidos de la ciudad y la enorme (e insalvable) distancia habida hasta el hábitat natural de la tundra se convertían en todo objeciones a la belleza salvaje del cánido. Pero lo curioso o llamativo del asunto no eran los efectos de los rigores estivales en dicho perro, no, lo curioso y llamativo fue que en un momento dado y llevado por la fuerza de su instinto flexionó sus cuartos traseros sobre la ardiente acera y con compungido gesto inició una deposición. Hasta ahí, todo normal, o mejor dicho, natural. Lo extraño fue que en tan comprometida situación para ese miembro más de la familia del dueño, éste, ni corto ni perezoso (cómo me gusta esta expresión tan manida), extrajo de su bolsillo un inseparable teléfono móvil y se dedicó a fotografiarlo sin el menor atisbo de respeto por la dignidad de su mascota. Una vez completadas sus necesidades, ambos se marcharon, uno mirando el resultado de su hazaña fotográfica, el otro olfateando el ambiente. Pero el resultado final de la acción, o sea la mierda, se quedaba, ante la mirada atónita del flaneur, desecándose en la acera, tal vez a la espera de ser pisada por un niño o, mucho peor aún, arrollada por las ruedas de una silla de ídem y ensuciando a su vez las manos de quien no puede moverse si  no es a lomos de ese tipo de sillas.

                                                                                                                                                  Imagen de OpenCliport

            Imagino que esas fotos no han de quedar arrumbadas al archivo de la galería del móvil a la espera de ser mostradas a los suegros cuando vayan de visita. No. Es más que probable que se hicieran para ser publicadas en cualquier red social para recibir me gusta de sus innumerables (o no) y frívolos seguidores.

            Al observador flaneur le acuciaron en ese momento las deudas y una serie de divagaciones filosóficas digamos que de índole moderna. Se imaginó la imagen de la pobre mascota apretando los dientes para facilitar el acto de la deposición sometida a un buen filtro que hiciera al animalito aún más joven de lo que era, rodeado de una decoración de corazoncitos (con forma de culo en pompa, por cierto) pulsados por seguidores aburridos y un ambiente irrespirable de envidia por tener un bello animal que le hace compañía, le saca a pasear y le permite el lujo de fotografiarle mientras caga.

                                                                                                                                       Imagen de Wokandapix

            El flaneur ahonda un poco más y traslada toda esta suerte de divagaciones filosóficas a las personas que veinticuatro sobre veinticuatro están al tanto de lo que ocurre en las redes sociales. Los humanos somos capaces de fotografiarnos, de retocarnos con toda clase de filtros y aparentar una vida perfecta y feliz con tal de que nos arropen con un edredón tejido por miles de likes y por comentarios halagadores sin fin. Mostramos nuestra mejor sonrisa, nuestro brillo en los ojos preferido y nos dedicamos a asaltar las historias, los reels y los perfiles del resto de usuarios que el algoritmo elija para mostrar una realidad totalmente irreal, que nos es ajena o una felicidad tan efímera como el clic del obturador de la cámara de fotos de nuestro teléfono móvil. Una felicidad estéril.

            Y entretanto, nuestras vidas reales, sí, las que se desarrollan a este lado (el lado salvaje) de las dichosas pantallitas no son otra cosa que esa mierda depositada y no retirada por una mascota invernal en medio de la acera veraniega, abandonada a merced de la suela de la zapatilla nueva de mi hijo o de las manos de mi vecino, usuario, por desgracia, de una silla de ruedas.

Comentarios

  1. La verdad es que cada día hay menos civismo. Luego, algunos se enfadarán, si les ponen una multa.
    Hace unos días, se quejaban unos cuantos en Facebook, porque la localidad en la que vivo decían que había mucha basura por las calles. A lo que les respondí que la basura hay que tirarla en los contenedores al efecto y no en cualquier sitio por donde no van a pasar los basureros.
    Parece ser que eso no les hizo ninguna gracia.

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  2. Me parece un artículo genial por la opinión perfecta que tiene de las redes sociales y de algunos dueños de mascotas que son más guarros que la mujer que, en mi pueblo tira los orines a la calle

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