Doctores tiene la Iglesia.

 

Doctores tiene la Iglesia y, por la importante relación que durante siglos ha tenido la nación española con ella (con la Iglesia), muchos tienen su origen, su natalidad o su nacionalidad en esta piel de toro bravío e inclemente. No podemos olvidarnos de San Isidoro de Sevilla, San Juan de la Cruz o nuestra Santa más conocida e importante, Santa Teresa de Jesús, que se unieron al club donde militaba entre otros Santo Tomás de Aquino o el ínclito San Agustín. Todos ellos tienen en la fachada del Vaticano los vítores (es un decir) que los habilitan como doctores de una Iglesia que, aunque de capa caída, todavía tiene una influencia suficiente, aunque necesita mejorar, en la vida de muchas personas.

Doctores fueron nombrados por su especial capacidad para ser maestros de la fe y por unos conocimientos teológicos y mundanos fuera del común de los mortales y que, además, sirvieron para expandir el cristianismo por cada valle, pico o rincón de toda la geografía de este mundo. Y estos doctores tienen el privilegio de ser honrados con una liturgia solo reservada a quien con orgullo este título ostenta. Estos doctores firmaron escritos de importancia suprema en el ámbito del cristianismo, escritos que ejercieron, ejercen y, Dios mediante, ejercerán una fuerza especial entre los papas, los sacerdotes y los humildes fieles hijos todos ellos del Señor.

Pero a pesar de todo lo anterior, yo no he venido a este café a hablar de la Iglesia, de sus doctores o de asuntos divinos que generalmente se me escapan como lágrimas en los actos patrióticos. No. Me he sentado, tras quitarme la gabardina, que afuera llueve, y el sombrero que todo caballero que se precie ha de portar sobre su natural tonsura, para hablar de la miríada de doctores que hay en España. Y digo España porque es lo que conozco, lo que siento y por donde paseo los restos de calcio de mi esqueleto, porque creo que en el resto de países del orbe sucederá algo parecido, si no igual. Este montón de doctores, en número incalculable, se opone a los treinta y tres que la Iglesia tiene. Muchos son frente a un puñado de hombres y tres mujeres que durante dos mil años, ni más ni menos, han sido doctorados.

El doctor español, que se cuenta por miles ( o por millones), es un ser que dotado de una gramática parda, en el mejor de los casos, no luce birrete ni adorna los sillares vetustos de su casa solariega con el indicativo que su capacidad y formación aporta. El doctor español no ha necesitado aumentar en grado superlativo el conjunto de sus dioptrías ni siquiera ha arrastrado gruesos volúmenes o ha gastado océanos de tinta en apuntes, anotaciones o redacciones tediosas. No. El doctor español no requiere de un acto solemne presidido por el rector de la universidad de su pueblo ni ponerse la toga ni nada por estilo. Pues el doctor se graduó, se formó y adquirió los conocimientos en la calle, en el blanco mármol o el cutre aluminio de las mesas de los bares de mala nota que curten al más plantado. Porque el doctor español, con cerveza o cubata de Larios en la mano, es el hombre más sabio del mundo. Adquiere la forma y el fondo sabio de ese ser peludo de coronilla a juanete que nos acompañó en nuestra infancia en los dibujos de Érase una vez…

El doctor español eleva o ensalza su bendita opinión por encima de cualquier voz y la enmarca en cerco de oro. Porque él lo vale. Y opina, ¡qué digo opina!, sienta cátedra ora de los efectos de la vacuna del Covid, ora de la sentencia de la Gürtel, ora de los peligros que ya veía venir en el volcán de La Palma que escupe fuego por doquier. Y en estas viene a echarme una mano a este café que frecuento el refranero español, a quien, por otra parte, bien haría la Iglesia en nombrarle doctor o aunque fuera obispo de la diócesis de Getafe (por poner un lugar en el mapa), y me cuenta (el refranero) que todo lo que llevo escrito en esta página él lo viene a resumir de la siguiente manera:

«Por ahí viene el doctor Liendres, que de todo sabe y de nada entiende».

Pues eso.

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