Comienza la algarada.
Comienza la algarada. Las piedras tienen encomendada la rotura sistemática de escaparates. En la calle un joven, apenas un niño, destroza con un martillo el asfalto para arrancar los adoquines que servirán como proyectiles. Un contenedor se ha incendiado de manera espontánea. Las sirenas que cantan con el acompañamiento de las luces azules de la policía se aproximan al lugar. Los adoquines, como por arte de ensalmo, cambian de dirección y se dirigen hacia los escudos y los cascos policiales. El odio emperifolla las calles. Ruido de piedras contra el material con el que se deshacen los sueños profesionales. El fuego de un cóctel molotov se adhiere al pantalón de un uniforme azul. Se funden las suelas de las botas al contacto con el asfalto caliente. Alguien, con una piedra en la mano, pregunta que por qué están rompiéndolo todo. No lo entiende. Pelotas de goma. Más piedras. Porrazos. Más cócteles flamígeros. Sangre. Sudor amargo. Contusiones y moretones.
Las calles quedan solitarias para el trabajo duro de los equipos de limpieza. Los bomberos se afanan con extinguir las últimas llamas de un contenedor. Los semáforos se han quedado tuertos de la luz ámbar. Las papeleras son una mancha de plástico derretido en la acera. Piedras, adoquines y cristales rotos. Gente que mira protegida por el vaho que se aferra al cristal de sus ventanas. Los detenidos transportados a comisaría. Los heridos más graves ingresados en el hospital.
Unas horas antes, ante un micrófono, unas personas se afanaban por ser escuchados bajo una ráfaga de ruido imperante. Al fondo, unos jóvenes aleccionados en la animadversión con el que no es de su clan expelen improperios, insultos y balas verbales contra el que habla. Ruido. Mucho ruido. «No se les puede dejar hablar». «Son fascistas, no piensan como queremos que piensen».«Están provocando».
Unas horas después: un banquillo de los acusados. Una toga negra con puñetas blancas. Lágrimas, desolación y una condena proporcionada y, ante todo, justa. El que la hace la tiene que pagar. Penas de prisión, penas de multa, pena en la cara. En el exterior de los juzgados, tras una pancarta donde reinan el negro y el rojo, un grupo de adoctrinados les vitorean. Son héroes. Héroes del caos.
Están tranquilos. No pasa nada. En casa, papá y mamá los apoyan y los hacen sentirse como estrellas en el suelo del paseo de la fama. Los justifican. Apenas los conocen; pero son sus hijos. Lo han hecho bien. Los padres de las criaturas mamíferas se apoyan en la prensa que les es siempre afín, sin fisuras, sin cuestionar nada de lo que se alimentan. Los perros de caza de la prensa acuden a «Papá Partido», quien los protege, los apoya y los aporta el pábulo que necesitan. Los políticos afilan sus cuchillos. La carnaza está en el punto perfecto de cocción y, desde el poder, está lista la disposición de trinchar. Desde el poder se lucha contra el poder. El oxímoron se alimenta de la incongruencia y de la salsa de demagogia.
Mientras
tanto, la escayola inmoviliza una pierna que frenó
un adoquín con muy mala
baba y muy
buena puntería.
«¡No puede ser!». «¡Esto es inconcebible!». «¡Qué atropello!».
En la sala del Congreso de los Diputados se insulta a los uniformes azules. En la sala del Congreso de los Diputados se jalea a los condenados. En la sala del Congreso de los Diputados se ataca sin piedad a uno de los tres poderes del Estado.
Se han convertido en mártires de una causa que sólo beneficia a quien cepilla sus rastas con el peine de la supremacía moral, política y, ahora, institucional.
A fuego lento se está cocinando el caldo del odio, del desprecio, del autoritarismo hiperprotegido por unos papás entretenidos en dar la razón a los suyos pisoteando al otro,al que no baila a su mismo son, al que piensa diferente.
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