La otoñal tristeza

 

Es el otoño mi estación favorita. El cambio de tono de las hojas caducas de los árboles, su posterior caída y resurrección; el fresco que con paciencia se va tornando en frío verdadero que, como por arte de ensalmo, eleva las solapas de nuestras chaquetas para proteger nuestros delicados cuellos; las aceras mojadas por las lluvias, la niebla espesa y el relente que la noche pinta sobre los adoquines falsos redoblan su atractivo cuando son holladas por la goma dura de la suela de mis botas.

   Pero, de un tiempo a esta parte, al encantador encanto del otoño se le une el misterio oculto de la tristeza que nos acompaña por las calles, por los caminos y hasta por las cunetas de las carreteras secundarias. Se ha convertido en un ingrediente más de este mejunje otoñal que tanto nos ha venido gustando. Es una tristeza intangible, que nos mira con los ojos carnosos de la amargura, nos susurra un aire gélido en el oído y nos envuelve con el manto púrpura del desconsuelo. Tampoco tiene una razón de ser, de esas que por su propio peso hacen un estrepitoso ruido al caer; no. Difusa. Artera. Incoherente. Pero nos hace todos los años compañeros de sus fatigas. Hay días, los más, en los que está todo el día a nuestro lado, se sienta junto a nosotros en el despacho frente al ordenador, paga el café de nuestros compañeros de trabajo cuando por turno le toca, se tumba a nuestro lado en la cama y se abriga con la misma manta con la que nosotros combatimos el frío. Hay otros, los menos, en los que pasa a saludar y a desearnos los buenos días cuando preparamos las tostadas del desayuno o, si está muy ocupada con otros menesteres, nos cruzamos con ella de camino al trabajo o, tras un duro día, nos viene a arropar para donar a nuestros lechos la calidez que necesitan para pasar la noche.

    De esta manera es como tenemos a la tristeza como fiel Sancho Panza todos los años, todas las lluvias y todas las caídas de las hojas que hartas de aguantar se desprenden de las ramas y se desvanecen en su vuelo. Año tras año, siempre acude fiel a su cita, sin retrasos aparentes ni dignos de mención alguna, sin que nadie la llame. Y a veces nos sorprende abúlicos perdidos por los rincones de una ciudad, de un barrio o de una casa que dejan en ese instante de pertenecernos para pasar a manos de la tristeza. Y todo lo pone a su nombre y nos deja tirados, vencidos, vendidos al peor postor, sin ganas de volver a luchar por recuperar lo que es nuestro. Si hasta se apropia de nuestro abrigo y le da por pasear por las tardes bajo la luz mortencina de las farolas y nuestros vecinos saludan a la sombra de la tristeza al creer que se trata de esos infelices peatones a los que nos suplanta.

   Así que hay que acostumbrarse a vivir con esa tristeza que nos acompaña, como lo hacen esas amistades de verano que en nuestra adolescencia las creíamos eternas y que, cuando se terminaba el estío, no quedaba de ellas más que un leve recuerdo en forma de olvido. No nos queda otra que disfrutar con ella del otoño con largos paseos dentro de la misma pelliza, de guarecernos de la lluvia haciendo hueco bajo el mismo paraguas de bolsillo y de merendar en la misma taza el chocolatito caliente aliñado con una ración de churros rebozada en cristalitos de azúcar. No montaremos en bicicleta ni nos bañaremos en la orilla del río ni tomaremos el sol semidesnudos porque hace frío; pero encenderemos un fuego purificador en el hogar, compraremos un cucurucho de castañas asadas para compartir y, aunque no lo parezca, nos aportará el calor humano que necesitamos para que el otoño siga siendo nuestro periodo del año favorito.

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