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Desconocimiento de causa

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  Decía el jesuita don Fernando García de Cortázar que una de las cosas que más le gustaba era ver el atardecer desde el castillo califal de Gormaz, en la castellana provincia de Soria. Y no es de extrañar la admiración que profesaba por estas piedras leyendo lo que sobre ella escribía cada vez que se le ponía a tiro hacerlo. Agostado ya el verano, yo que gozo de la bendición de la curiosidad me dirigí a la fortaleza a comprobar sin necesidad de intermediarios, aunque menuda la categoría del mismo, aquella aseveración.              No me queda otra y aquí, con poco público, públicamente lo hago, he de decir que don Fernando tenía toda la razón. Ver atardecer desde Gormaz es una de las maravillas inmateriales de este mundo, o al menos de este país. La fortaleza, esta sí material, es impresionante, de dimensiones conservadas colosales y donde la imaginación histórica de uno se expande por entre los lienzos de su muralla y puede llegar a ver moros, cristianos, caballerizas, aljibes donde

La necesidad de historias

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  A principios de la última década del siglo pasado, cuando yo todavía no cobraba y mi padre lo hacía en la querida y añorada peseta, Cobi y Curro se paseaban orgullosos por las calles de nuestro territorio patrio y ninguna burbuja nos había eclosionado en la cara, un servidor cursaba sus estudios en un instituto de enseñanzas medias. Como no podía ser de otra manera, estudiaba letras. Letras puras, se decía.             Tenía una profesora de literatura española, Carmen, que ella misma parecía una obra literaria: voz suave como de tacto de pluma de oca, apariencia sosegada de ratón de biblioteca y un discurso estructurado en octosílabos, como de romances de ciego. Carmen mostraba una acerada pasión en sus explicaciones; pasión literaria, pasión por las historias, pasión por trasladarla, con mayor o menor suerte, a un alumnado que no era otra cosa que un derroche de hormonas del crecimiento adolescente.                                                                                  

Un perro invernal, una acera de verano y un flaneur curioso.

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  Mi único y querido lector es buen conocedor de que a mi alma literaria le agrada sobremanera que mi cuerpo se disfrace con habitualidad de eso que los cursis gabachos denominan flanerur. El flaneur no es otra cosa que un vagabundo callejero pero con una holgada situación económica y buena posición social, que, por cierto, tampoco es mi caso. Aquí, al sur de los Pirineos, es lo que viene a ser un curioso impertinente callejero y observador de la arrogancia de los hombres, la belleza imperturbable de las mujeres y del ambiente ácido de los cafetines, los bares de mala nota y los restaurantes estrellados por culpa de una marca de neumáticos.             Este que suscribe es aficionado a este caminar sin rumbo aparente y a llevar bien abiertos los ojos para otear lo que le circunda y, de este modo, no solo aprender (y aprehender) la vida, sino también para generar material literario, pensamientos antropológicos y divagaciones filosóficas. Los paseos en solitario son fuente inagotable

Miedos... Medios

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Belleza ninguneada

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    Miguel Ángel, Dante, Velázquez, Calderón, Bernini, Goya, Chesterton, Hichtcock.             Cuando uno escucha estos nombres propios le viene a la cabeza la misma idea que si escucha El David, la Divina Comedia, Las Meninas, La vida es Sueño, El rapto de Proserpina, La Familia de Carlos IV, Ortodoxia o Vértigo ( De entre los muertos), obras todas ellas de los autores arriba mencionados. Y esa idea no es otra que la idea de BELLEZA, así en mayúsculas. La Belleza, junto a la Verdad y al Bien son el trío que designa lo transcendente, lo que nos eleva sobre el resto de criaturas y sobre nuestra propia especie.             El arte, en todo su maravilloso esplendor, ha sido el fiel reflejo de la belleza o, al menos, el fiel reflejo de su búsqueda constante. Los artistas se han caracterizado   no sólo por su ensimismamiento natural o congénito, sino por esa especial concentración en los detalles, en los contornos o en esas nimiedades, desapercibidas al ojo inexperto, que, sin embarg

Escritura sagrada

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  Metáforas. Comparaciones. La descripción del brillo de unos ojos con los que te cruzas en el paso de peatones de la avenida donde vives. Esa idea que, como el zumbido de un mosquito insomne, sobrevuela tu caletre en el duermevela del recién acostado. O esa luz del atardecer poniéndole los rulos de nubes a las crestas de las montañas. Medio kilo de pepinos, dos cebollas. Lo que tengo que hacer sin falta mañana. Esa conversación capturada al vuelo rasante de las palabras en el interior de un vagón de tren de cercanías y que pienso utilizar en mi próxima novela. La receta del salmorejo cordobés, del pollo asado, del flan de huevo. Un verso de una canción que no quiero olvidar. El título, el subtítulo y el ISBN de lo último de Daniel Gómez Aragonés para encargárselo a mi librera de cabecera. Lo que necesito decir en la primera reunión de la mañana en una agenda de anillas.   Un hoy no vendré a comer.             Todo lo anterior y un millón trescientas doce mil quinientas cosas más las

Las verdades del barquero

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    En artículos anteriores manifestaba este aprendiz de plumilla sin pluma que en su cabeza tiene varias pedradas. Varias es un término que se queda corto, pues ha de saber quien esto lee que en su lugar hay que decir innumerables. Y entre esta innumerabilidad se halla la de los refranes, dichos populares y sentencias varias. Este vicio lo adquirí tal vez leyendo a Don Quijote, o más bien a Sancho, que es un no parar de esa sabiduría del pueblo (no de la ciudadanía) o gramática parda. Y con uno de los últimos refranes o dichos con los que me topé fue con este: «Niño refranero, niño puñetero» y, pardiez, con lo que a mí me gusta eso de ser puñetero. Me encantó la nueva adquisición.             Me dio por investigar, que a día de hoy es hacer una consulta en la red (Juan Manuel de Prada dixit) , sobre el origen de ese redicho tan nuestro, y a la vez tan actual, como es el de «Las verdades del barquero». Me agradó sobremanera la sorpresa al descubrir que el barquero era de esos que c