Desconocimiento de causa

 

Decía el jesuita don Fernando García de Cortázar que una de las cosas que más le gustaba era ver el atardecer desde el castillo califal de Gormaz, en la castellana provincia de Soria. Y no es de extrañar la admiración que profesaba por estas piedras leyendo lo que sobre ella escribía cada vez que se le ponía a tiro hacerlo. Agostado ya el verano, yo que gozo de la bendición de la curiosidad me dirigí a la fortaleza a comprobar sin necesidad de intermediarios, aunque menuda la categoría del mismo, aquella aseveración.



            No me queda otra y aquí, con poco público, públicamente lo hago, he de decir que don Fernando tenía toda la razón. Ver atardecer desde Gormaz es una de las maravillas inmateriales de este mundo, o al menos de este país. La fortaleza, esta sí material, es impresionante, de dimensiones conservadas colosales y donde la imaginación histórica de uno se expande por entre los lienzos de su muralla y puede llegar a ver moros, cristianos, caballerizas, aljibes donde se acumula el dulce agua de la lluvia castellana, talleres de artesanos, herrerías de forzudos herreros de donde salían piafando corceles prestos para el combate y hasta tabernas de mala nota e interesadas compañías femeninas.

            Merodeé por el castillo alrededor de tres horas a la espera de la ansiada, no era para menos, puesta de sol. Pero antes de ello, entre algunos turistas franceses y otros nacionales, alguna de las estancias en las que a duras penas sobrevivían sus cuatro muros ofrecían sin querer sus rincones para ser decorados por ese momento íntimo que requieren las aguas mayores y las toallitas húmedas perfumadas. Pensé en lo maleducada que es la gente, pero unos segundos después, recapacité para cambiar de parecer: más que mal educados es que estamos malformados, no de forma sino de formación. Formación en la que apenas tienen peso las HUMANIDADES, así, como debe ser, en mayúsculas y, como consecuencia de ello, dejamos de valorar o apreciar ese patrimonio material e inmaterial que nos constituye en lo que somos y nos sentimos con la capacidad de dejarlo mancillados con el olor de nuestras deposiciones. Sin rubor alguno, ¡faltaría más! Incluso me imagino al descomedor vanagloriándose de su hazaña en la barra del bar de su barrio, ante unos amigotes con el mismo pelaje que él gasta.

            Si somos incapaces de conocer nuestro pasado, no lo valoramos. Si somos incapaces de saber interpretar nuestro patrimonio artístico, tampoco lo valoramos. Si somos incapaces de saber el porqué de nuestra cultura, ni por asomo la vamos a valorar. Y las cosas que no se valoran, se desprecian. Y como lo despreciamos no vamos a mover ni el dedo índice de nuestro pie izquierdo por evitar su pérdida. Nos dará igual. Así ocurrió en el siglo XX cuando se vendía (se regalaban) retablos, cuadros y hasta iglesias enteras que, piedra sobre piedra, eran trasladadas a mansiones de estadounidenses allende los mares. De la misma manera ocurre hoy cuando pintarrajeamos con pintura de espray paredes de monumentos que sostienen el asidero de nuestra cultura. Verbigracia.


            Y eso, entre otras muchas cosas más, con el patrimonio material. Lo del patrimonio inmaterial es harina de otro costal. Despreciamos canciones, romances de ciego y refranes porque nos recuerdan lo catetos que somos y queremos esconder bajo siete llaves nuestro pelo de la dehesa. Menospreciamos rituales, leyendas y mitos porque desconocemos su significado profundo o porque no tenemos las herramientas intelectuales suficientes para llegar a él. Aborrecemos celebraciones, romerías (esas menos, que hay fiesta y alcohol de por medio) y sacramentos porque hemos dejado de creer en lo sagrado sin saber la relevancia histórica, funcional y de espíritu de nuestros antepasados, de nuestros pueblos. De este modo vagamos por este orbe a merced de cualquier ventolera foránea y alienante, que nos sacude las certezas vitales propias de nuestra cartografía y se inmiscuyen en nuestra sangre debido a que, previamente, les hemos dejado el hueco suficiente para que se instalen a vivir y modifiquen el ADN de nuestra esencia vital; en nuestro caso la hispana. Con esta pérdida de la que ni siquiera somos conscientes nos arrojamos a los brazos de nuestro no ser, de eso que no somos porque desconocemos lo que realmente hemos venido a ser, el lugar de donde vienen nuestros ancestros y el destino, siempre incierto, al que nos dirigimos.


            Nuestros castillos se han convertido en letrinas de un apretón, nuestra Historia se ha trocado en una asignatura de mínima importancia curricular y nuestras creencias no son más que cosas de viejas beatas y capillitas amanerados. Y nuestro ser, que debería estar formado por esa seda cultural, espiritual y social que es nuestra tradición, se ha convertido en un barco a la deriva, en una ilusión sin base, fuste ni capitel y, en definitiva, en una vida carente de substancia, dirigida por las fuerzas del deseo inmediato, de las series de nuestra plataforma de pago y, lo peor de todo, de la desmemoria y destinado al más miserable de los abandonos. Pues si somos enanos a hombros de gigantes, lo esencial, y nos dedicamos a matar a esos gigantes, no seremos más que enanos solitarios incapaces de alcanzar a ver por encima de las bardas de la vida.

     Y ahí será cuando sólo los quede la nada. 

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