Belleza ninguneada

 

 

Miguel Ángel, Dante, Velázquez, Calderón, Bernini, Goya, Chesterton, Hichtcock.

            Cuando uno escucha estos nombres propios le viene a la cabeza la misma idea que si escucha El David, la Divina Comedia, Las Meninas, La vida es Sueño, El rapto de Proserpina, La Familia de Carlos IV, Ortodoxia o Vértigo ( De entre los muertos), obras todas ellas de los autores arriba mencionados. Y esa idea no es otra que la idea de BELLEZA, así en mayúsculas. La Belleza, junto a la Verdad y al Bien son el trío que designa lo transcendente, lo que nos eleva sobre el resto de criaturas y sobre nuestra propia especie.

            El arte, en todo su maravilloso esplendor, ha sido el fiel reflejo de la belleza o, al menos, el fiel reflejo de su búsqueda constante. Los artistas se han caracterizado  no sólo por su ensimismamiento natural o congénito, sino por esa especial concentración en los detalles, en los contornos o en esas nimiedades, desapercibidas al ojo inexperto, que, sin embargo, engrandecen la obra y hacen que quien la contempla se disponga a elevar el vuelo sobre lo terrenal.

 Desde Altamira hasta finales del siglo XIX ese espíritu absorbía a los encargados de embellecer la mediocridad circundante. Los ismos vinieron para cambiar el paradigma expresivo y, por lo tanto, estético de lo que hasta ese momento se denominaba arte, trocando el afán de lo novedoso por lo bello. No digo que desde entonces o en esos movimientos, muchos de ellos iconoclastas, no hubiera centellas de luz y de una belleza sin par, como puede ser el caso de obras (no todas) de Picasso, la arquitectura de Gaudí o las ensoñaciones lisérgicas de los cuadros de Dalí, por poner ejemplos españoles. O todo el desarrollo del séptimo arte con directores, actores o guionistas a la altura de cualquiera de los nombrados supra, y que no se dedicaban a este noble arte. Pues las puertas de John Ford, los claroscuros de Orson Welles y la música de Bernard Herman bien pueden tratarse como tratados de belleza del séptimo, y no por ello menos importante, arte. Pero, como decía, el canon se transfiguró con esas vanguardias que propugnaban el cambio por el cambio, la revolución por la involución, el romper por destruir.


 Esas vanguardias dejaron un poso de belleza en algunas de sus expresiones o artistas, posos de una fuerza arrebatadora, deslumbrante, sublime, pero incrustaron en el imaginario la semilla de la fealdad, que mediante el paso del tiempo se fue degenerando en una suerte de artistas aprovechados, más gustosos del abrazo de prebendas, canonjías y subvenciones que de  la búsqueda constante del sabor único e insustituible de la belleza. Como magos expertos en los trucos con los naipes que, aunque se remanguen las americanas, muestran la habilidad del engaño o la verborrea del vendedor ambulante de crecepelo, convencían al público y a los snobs de que su arte era un arte hecho para las grandes mentes de nuestro mundo, capaces de comprender el mensaje oculto del artista de marras (más gustoso del abrazo de prebendas, canonjías y subvenciones que de  la búsqueda constante del sabor único e insustituible de la belleza). Con ello, y con ellos, la fealdad se adueñó del campo yerto de la belleza oficial, la belleza impuesta por una suerte de espabilados que le venden el traje de hilo invisible al rey, la belleza proveniente de las instancias superiores. Y se olvidan del importante asunto de que la belleza mana de la humildad del talentoso, de quien día a día trabaja en su provecho y deja el marketing para las empresas, no para el arte.


Pero muchas gotas han caído en este aljibe desde que la fealdad se ha ido instaurando entre nosotros. Muchos han sido los que se han apoderado del discurso, lo han absorbido, lo han hecho suyo y nos lo han hecho creer, o al menos lo han intentado. No sólo lo habían conseguido con las élites que se tragaran y compraran todos los excedentes de crecepelo, bien por incultura, bien por no parecer ignorantes o demodé, bien por simple y llana estupidez, sino que al democratizarse (horrísona palabra) el arte trasladaron la fealdad a las capas humildes, y no por ello tontas, de la sociedad. Lo horripilante se ha hecho un hueco en nuestro devenir diario. Se deja ver en los anuncios que jalonan las autopistas de circunvalación de las urbes; en los atuendos de los jóvenes, de los maduritos desinteresados y en los abuelos con ínfulas de viejos con ganas de restarse años vividos; en las canciones de tirada millonaria; en los tatuajes, piercings y demás parafernalia de la multitud; en las comidas grasientas, insalubres y dispuestas a costarnos la vida;  en los gimnasios y en las tiendas de moda; en el lenguaje, cada vez más escaso y soez, y en las notas discordantes de una libertad mal entendida; en las misas de guitarras y bailes lechuguinos y en la decoración de los templos económicos de las sucursales bancarias; en Eurovisión y en los juegos florales de tu pueblo, donde la rima consonante rima con aberrante; en la falta de curiosidad y en el conformarse con cualquier cosa; en los tejidos adiposos y en los hormonados de venas en altorrelieve y salud regulera; en el ruido que no nos deja apreciar lo que nos rodea y en las prisas por ser el más rápido, el primero, el mejor entre pares; en el descuido de las ciudades, de las comarcas y, por ende, de las naciones avocadas a la suciedad y a la zafiedad en sus construcciones; en el respeto y en la educación de nuestros infantes; en la pornografía y en el trato díscolo entre ambos sexos; en los discursos insulsos de políticos gangrenados de ponzoña y en el aplauso vergonzoso de sus adláteres anhelantes de pillar las migajas que caen de la mesa donde cenan los poderosos; en las miradas oblicuas de quien te cruzas en el paso de peatones, en las conversaciones, en la falta de elegancia con la palabra dada. En general, la fealdad nos rodea, nos toma al asalto y nosotros nos dejamos sin hacerle frente con nuestra munición de belleza, de esa belleza que solo el ser humano es capaz de construir, desde su fuero interno hasta las constelaciones del Universo.

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