Escritura sagrada
Metáforas. Comparaciones. La descripción del brillo de unos
ojos con los que te cruzas en el paso de peatones de la avenida donde vives. Esa
idea que, como el zumbido de un mosquito insomne, sobrevuela tu caletre en el
duermevela del recién acostado. O esa luz del atardecer poniéndole los rulos de
nubes a las crestas de las montañas. Medio kilo de pepinos, dos cebollas. Lo que
tengo que hacer sin falta mañana. Esa conversación capturada al vuelo rasante
de las palabras en el interior de un vagón de tren de cercanías y que pienso
utilizar en mi próxima novela. La receta del salmorejo cordobés, del pollo
asado, del flan de huevo. Un verso de una canción que no quiero olvidar. El
título, el subtítulo y el ISBN de lo último de Daniel Gómez Aragonés para encargárselo
a mi librera de cabecera. Lo que necesito decir en la primera reunión de la mañana
en una agenda de anillas. Un
hoy no vendré a comer.
Todo lo
anterior y un millón trescientas doce mil quinientas cosas más las escribo a
mano. Con letra diminuta, de las que necesitan cuentahílos para su lectura. En
agendas de otros años. En libretas de variopintas medidas. En folios, en
cuartillas, en octavillas donde anotar las frases interesantes del libro que
estoy leyendo y que se van a dormir en la calidez del almohadón del
marcapáginas. Y todo escrito a mano. No sabría calcular la de letras que han germinado
del preciso movimiento de mi muñeca derecha (soy analfabeto de mano izquierda).
Yo fui uno
de los muchos que con su nacimiento estrenaron el último cuarto del siglo XX.
Cuando nuestra andadura escolar o académica comenzaba, las cartillas Rubio eran parte medular de nuestro
hábitat. Con ella se aprendían aquellas letras de trazo grueso, ademán titubeante
y dedos apretados que, sin apenas percatarnos, se trocaba en gracilidad según
relajábamos los dedos y agilizábamos la mente. Estas cartillas, que vendía mi
abuela Aniceta en su comercio del
pueblo, me acompañaron toda la infancia veraniega y rural de las tareas
estivales… ora con sus frases para copiar, ora con sumas y restas, ora con sus
problemas de manzanas, peras o naranjas de mesa ¿o eran de zumo?
Hoy casi
nadie escribe a mano. Sólo los infantes en sus primeros años, justo antes que el colegio les haga sucumbir (y derruir) ante la pujante manía de tecnificar
la enseñanza. Perderán, de ese modo, esa comunicación fluida que se transmite,
vía sanguínea, desde el corazón a las falanges de los dedos de sus manos. Pero
no sólo eso, pues notarán la merma en su capacidad de concentración (en un
mundo ya de por sí distraído), la activación de la memoria o la creatividad,
cada vez más encerradas entre las cuatro esquinas de las pantallas táctiles. También
zozobrará ese hilo rojo que nos une a nuestros ancestros mediante la tinta,
pues lo escrito, escrito está.
La
escritura a mano, aparte de ser un arte bien apreciado por los habitantes de
las islas de Japón, es una muestra imborrable de nuestra identidad. Con el paso
del tiempo, logramos imprimir nuestro carácter único, nuestros deseos o
nuestros anhelos en la redondez bella de nuestras oes o en el inevitable punto
que ha de llevar la i. La escritura a máquina no imprime otra personalidad que
la de nuestra vieja Olivetti o la de los millones de tipografías que el
procesador de textos de nuestro ordenador nos ofrece. Todas muy bonitas. Todas
muy impersonales.
Juan Manuel
de Prada escribe sus obras literarias a mano y en folios reutilizados por la
cara B. Sin embargo, sus artículos los escribe a ordenador. Coincido con él, otra
vez, en que la escritura de ambos es diferente, menos creativa en los últimos.
Aunque yo, por llevarle la contraria, primero lo escribo todo (creación y
artículos) a mano y a posteriori lo transcribo a ordenador para, finalmente, publicarlos en internet. Pues a día de hoy
no podemos, ni debemos, dar la espalda a esta manera de difusión a través de la red.
Los tiempos que corren marcan esta tendencia que nos aleja sin remedio de la
tradición sapiencial, pues lo manuscrito sobrevive materialmente, pero lo
escrito en la esfera de internet queda inhumado bajo un aluvión de millones, o billones, de otras publicaciones.
Escribir a
mano te une de un modo sagrado a las ideas que quieres transmitir en un rito
que nos conecta sin duda con lo divino. Es un esfuerzo que ennoblece el alma y
te hace sentir un amor especial, como lo hace el artesano con su escueta pero
duradera producción, con los escritos que tal vez nadie leerá, pero que a uno
le hacen más grande como persona. Es un ritual cargar la pluma, elegir el tipo
de papel, acomodar el arco de la espalda del amanuense a las exigencias impuestas por el
escritorio (en mi caso bufete) o viceversa. Incluso los tachones o la tinta
corrida no hacen otra cosa que honrar el escrito, dotándolo de la sacralidad
necesaria para transcender. Escribir a mano, aunque sea una receta, una
metáfora o la lista de la compra, ahora más que nunca, nos acerca a nuestros
ancestros, quienes anotaron con tinta indeleble las cosas importantes de la
vida en nuestro código genético.
No hay que
olvidar que nuestro bibliolinaje representado por Cervantes, Lope o
Galdós, entre otros muchos, escribieron todo su pensamiento a mano.
Nadie les ha superado.
P.S. Mi amigo Basilio se tatuó una palabra compuesta por la
caligrafía de su padre ya fallecido. De
este modo buscó unirse aún más si cabe con su linaje por medio de la escritura
a mano, por el rito de la tinta y la sangre, por la personalidad que se
desprende de la letra manuscrita.
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