Las verdades del barquero

 

 

En artículos anteriores manifestaba este aprendiz de plumilla sin pluma que en su cabeza tiene varias pedradas. Varias es un término que se queda corto, pues ha de saber quien esto lee que en su lugar hay que decir innumerables. Y entre esta innumerabilidad se halla la de los refranes, dichos populares y sentencias varias. Este vicio lo adquirí tal vez leyendo a Don Quijote, o más bien a Sancho, que es un no parar de esa sabiduría del pueblo (no de la ciudadanía) o gramática parda. Y con uno de los últimos refranes o dichos con los que me topé fue con este: «Niño refranero, niño puñetero» y, pardiez, con lo que a mí me gusta eso de ser puñetero. Me encantó la nueva adquisición.

            Me dio por investigar, que a día de hoy es hacer una consulta en la red (Juan Manuel de Prada dixit), sobre el origen de ese redicho tan nuestro, y a la vez tan actual, como es el de «Las verdades del barquero». Me agradó sobremanera la sorpresa al descubrir que el barquero era de esos que cruzaban el río Tajo, una de las arterias de Iberia y de mi biografía personal. Pero lo más llamativo que descubrí (al menos en la versión más disfrutada) fue que al parecer se ubicaba la barca en el término de Talaván, provincia de Cáceres, muy cerquita del lugar de origen de mis ancestros, por lo tanto de mi linaje.

            El barquero accede a cruzar el río sin coste alguno a un  estudiante si este es capaz de decirle tres verdades esenciales de la naturaleza del ser humano. El estudiante, dechado de morro y picardía, le suelta las siguientes: «pan más vale duro que no ninguno»; «zapato malo más vale en el pie que en la mano» y «si a todos pasas como a mí, dime, barquero, ¿qué haces aquí?». Todas ellas verdades como puños puñeteros y, sobre todo la última, que golpea con dureza en la boca del estómago al barquero talavaniego.

                                                                                                                                  Imagen de jrvalverde

            Estas verdades del barquero se utilizan en el lenguaje común y corriente como paradigma de integridad, sinceridad e incluso nobleza, por mucho que  duelan. Pues la verdad, en muchas ocasiones duele. Porque que te esputen una verdad a la cara no es del agrado de quien la recibe, sobre todo cuando esta se quiere esconder para evitar el escarnio, quien suele tener un carácter público. Me refiero al escarnio, claro. Y las verdades, cuando duelen, duelen de verdad.

            La verdad está hoy en boca de todos. Sobre todo de los mentirosos, de los manipuladores y de los demagogos de pacotilla, de bar de carretera o salón. De esos personajes que a costa de lo que sea quieren imponer al resto «su» verdad. Y entrecomillo su por una sencilla razón, pues verdad solo hay una y en este mundo del todo relativista se está dividiendo en miles de ramales, con el único y espurio objetivo de apoderarse del término en cuestión. O de la situación que la provoque. De este modo, todo el mundo tiene la posesión de la palabra, no del concepto en sí. Y de esta manera tan sencilla, efectiva y mágica (por lo de superchería), nadie miente.

            Tan importante y tan en boga está la verdad («su verdad») que los prebostes de los estados, naciones y órdenes mundiales se quieren apoderar del todo de ella. Pero de una verdad envenenada, nauseabunda y emasculadora de cualquier tipo de disidencia. Y dirá el lector, pero si acaba de clamar en el párrafo anterior que verdad solo hay una. Paciencia, querido amigo. La verdad es la verdad y punto final. Pero si esa verdad, como al barquero de Talaván, no nos interesa, pues la cambiamos y sanseacabó. Y, lo peor de todo, la oficializamos y la instauramos de este modo como la Verdad, en mayúsculas, negrita y subrarrayado.

            Pero si verdad solo hay una, opiniones hay tantas como almorranas y, precisamente, de opiniones y no de verdades va la cosa. Pues si se estipula, siempre por parte del poder, no se nos olvide, que un asunto es verdadero (aunque sea falso como una moneda de tres euros manufacturada en corcho) nadie va a poder disentir. Pues para llegar el poder a tal afirmación y que se cumpla y haga cumplir, se instaurarán una serie de leyes, vestiditas con el efímero canesú de la democracia, restrictivas de cualquier tipo de disidencia de la verdad absoluta y dictada (de ahí proviene dictadura) desde las altas instancias del poder.

            Se perseguirán las mentiras con restricciones, multas e incluso pérdidas de libertad deambulatoria (en casos extremos). El ostracismo va a tener el aforo completo, como si de un bar de copas de moda se tratara, de personas con raciocinio y valentía, con la capacidad de discernimiento de separar el grano de la paja, es decir, la verdad de la mentira. Las más peligrosas, por otro lado, pues podrán gritar a los cuatro vientos que el Rey o el Presidente están desnudos, que no son tan tontos como para no apreciar la verdadera naturaleza de las cosas y que tienen el arrojo suficiente para decirlo sin complejos. Estos individuos, estos disidentes, estos seres de alma discrepante de la verdad impuesta serán perseguidos tanto o más que los más terribles terroristas, los más peligrosos asesinos en serie o los más sanguinarios miembros de los cárteles del negociado de las drogas ilegales. Y sus castigos serán ejemplares, para que nadie siga la estela dejada en sus escritos, en sus declaraciones o en su arte.


            Y de este modo, tan de «Un mundo feliz», de Aldous Huxley, tendremos el yugo de la imposición aprisionándonos el cuello (si no lo tenemos ya) y los medios de comunicación bailarán todos al mismo son y ninguno de ellos se atreverá a tocar un pasodoble, un corrido o una polka irreverente; los escritores crearán novelas, poemas y ensayos hasta las trancas de almíbar, géneros fluidos y la monserga interesada en ese momento por el poder y los músicos no podrán componer canciones de desamor entre un caballero y una dama ni desafinar en youtube sobre la injusticia de la inexistente ley de los enfermos de ELA o hacer rimas consonantes sobre la corrupción que deja tiritando la hucha de las pensiones, que nunca llega a fin de mes.

            Y no piense, querido lector, que con un cambio de partido en el poder la cosa va a cambiar. No hay visos de ello, pues siempre estarán interesados los unos y los otros. Los de acá y los de allá. Madrid, Bruselas o Whasington, da igual.

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