Palabra
A Leoncio García Torres, mi abuelo. Mi infancia se desarrolló como buenamente pudo entre una ciudad pequeña a las afueras lejanas de Madrid y los veranos tórridos del pueblo extremeño de mis antepasados. Fue una época de mi vida muy feliz. Anhelaba la llegada de las vacaciones para ir al pueblo con mis abuelos. Hasta la absurdez rebelde de la adolescencia, acompañaba a mi añorado abuelo en las labores del campo. A lomos de un burro o de un mulo cabalgaba entre retamas, encinas y peos de lobo detrás del rebaño de ovejas familiar mientras mi cabeza navegaba por horizontes de grandeza del lejano oeste, por los campos atestados de espadachines dispuestos a defenestrar con malas artes al rey o defendiendo España del francés entre la fragosidad mediterránea de Sierra Morena. De mi abuelo aprendí, como de otra manera no podía ser, muchísimas cosas del campo, del ganado y de las plantas útiles para sanar o al menos dar alivio a las dolencias de las bestias, como él las llamaba.