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Palabra

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A Leoncio García Torres, mi abuelo. Mi infancia se desarrolló como buenamente pudo entre una ciudad pequeña a las afueras lejanas de Madrid y los veranos tórridos del pueblo extremeño de mis antepasados. Fue una época de mi vida muy feliz. Anhelaba la llegada de las vacaciones para ir al pueblo con mis abuelos. Hasta la absurdez rebelde de la adolescencia, acompañaba a mi añorado abuelo en las labores del campo. A lomos de un burro o de un mulo cabalgaba entre retamas, encinas y peos de lobo detrás del rebaño de ovejas familiar mientras mi cabeza navegaba por horizontes de grandeza del lejano oeste,  por los campos atestados de espadachines dispuestos a defenestrar con malas artes al rey o defendiendo España del francés entre la fragosidad mediterránea de Sierra Morena.              De mi abuelo aprendí, como de otra manera no podía ser, muchísimas cosas del campo, del ganado y de las plantas útiles para sanar o al menos dar alivio a las dolencias de las bestias, como él las llamaba.

Palabras

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    A la memoria de Narciso González, mi tío. Es bien sabido por ti, querido y único lector, y permíteme que utilice el vulgar tuteo, que quien estas cuartillas digitales emborrona cada dos semanas es un fanático de las palabras, de sus significados, de su etimología. Tal es la pasión que por ellas tengo que, de muchos años atrás a esta parte, vengo confeccionando en un cuaderno de anillas un diccionario manuscrito colmado de palabras que encuentro en libros, artículos o reveladas por personas más sabias, no es esto para nada complicado, que yo. Lo ojeo con frecuencia, no sólo para fijar o refrescar en mi memoria el significado de tal o cual término, sino que también me sirve para analizar el cambio de mi caligrafía obrado por la magia del paso, ineludible, de los años.             Hay palabras que a uno le enamoran, bien por alguna de sus acepciones, bien porque le traen a la memoria las páginas del libro donde la descubrió o bien por los recuerdos o anhelos que ellas le evocan. M

Abstracciones concretas

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  Tarde de martes cultural: dos presentaciones de sendos libros casi simultáneas En honor a la verdad, con una sola hora de diferencia. Terminada la primera de las presentaciones rápido hacia la segunda, distante un kilómetro y medio. Consigo llegar, qué digo llegar, asistir a ambas.             En la primera, el libro que desde Sevilla había venido a presentar, don David Cerdá, con su Dilema de Neo .  En la segunda, como decía, distante un kilómetro y medio de cuestas por el barrio de Malasaña de Madrid, don Carlos Marín-Blazquez hacía lo propio con su Escala Humana . Dos presentaciones, dos libros, dos editoriales diferentes, pero lo curioso es que ambos coincidieron en muchas cosas de las que se dijeron.             Distinguir lo abstracto de lo concreto.            Me quedé con esa idea y la fui masticando durante mi trayecto a pie hasta la estación de cercanías. Absorto en la idea caminaba cuando a la altura de un chaflán ocupado por la codicia de los bancos escuché unas risas

Interruptus

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  Desconozco si le ocurre a todo el mundo o sólo a este humilde servidor que les escribe, pero cuando me encuentro conversando con alguien, suele ocurrir que nos asalta una tercera o terceras personas que, a saco, entran entre ambos e interrumpen la conversación. Me he dado cuenta de que en estos últimos tiempos me sucede con una frecuencia inusitada. No sé si antes me ocurría o que, de un tiempo a esta parte, le presto más atención al asunto.                                                                                                     Imagen de Peggy_Marco             El caso es que los asaltos a los que me refiero suelen ir acompañados de una prisa feroz, una verborrea llamémosla feraz y, lo más molesto, una exquisita mala educación. No importa o da igual si la conversación es de la más vital de las importancias o, por el contrario, fútil como cualquier conversación climatológica plagada de típicos tópicos. No importa. Lo que importa es que sea el tipo de conversación que sea

Desconocimiento de causa

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  Decía el jesuita don Fernando García de Cortázar que una de las cosas que más le gustaba era ver el atardecer desde el castillo califal de Gormaz, en la castellana provincia de Soria. Y no es de extrañar la admiración que profesaba por estas piedras leyendo lo que sobre ella escribía cada vez que se le ponía a tiro hacerlo. Agostado ya el verano, yo que gozo de la bendición de la curiosidad me dirigí a la fortaleza a comprobar sin necesidad de intermediarios, aunque menuda la categoría del mismo, aquella aseveración.              No me queda otra y aquí, con poco público, públicamente lo hago, he de decir que don Fernando tenía toda la razón. Ver atardecer desde Gormaz es una de las maravillas inmateriales de este mundo, o al menos de este país. La fortaleza, esta sí material, es impresionante, de dimensiones conservadas colosales y donde la imaginación histórica de uno se expande por entre los lienzos de su muralla y puede llegar a ver moros, cristianos, caballerizas, aljibes donde

La necesidad de historias

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  A principios de la última década del siglo pasado, cuando yo todavía no cobraba y mi padre lo hacía en la querida y añorada peseta, Cobi y Curro se paseaban orgullosos por las calles de nuestro territorio patrio y ninguna burbuja nos había eclosionado en la cara, un servidor cursaba sus estudios en un instituto de enseñanzas medias. Como no podía ser de otra manera, estudiaba letras. Letras puras, se decía.             Tenía una profesora de literatura española, Carmen, que ella misma parecía una obra literaria: voz suave como de tacto de pluma de oca, apariencia sosegada de ratón de biblioteca y un discurso estructurado en octosílabos, como de romances de ciego. Carmen mostraba una acerada pasión en sus explicaciones; pasión literaria, pasión por las historias, pasión por trasladarla, con mayor o menor suerte, a un alumnado que no era otra cosa que un derroche de hormonas del crecimiento adolescente.                                                                                  

Un perro invernal, una acera de verano y un flaneur curioso.

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  Mi único y querido lector es buen conocedor de que a mi alma literaria le agrada sobremanera que mi cuerpo se disfrace con habitualidad de eso que los cursis gabachos denominan flanerur. El flaneur no es otra cosa que un vagabundo callejero pero con una holgada situación económica y buena posición social, que, por cierto, tampoco es mi caso. Aquí, al sur de los Pirineos, es lo que viene a ser un curioso impertinente callejero y observador de la arrogancia de los hombres, la belleza imperturbable de las mujeres y del ambiente ácido de los cafetines, los bares de mala nota y los restaurantes estrellados por culpa de una marca de neumáticos.             Este que suscribe es aficionado a este caminar sin rumbo aparente y a llevar bien abiertos los ojos para otear lo que le circunda y, de este modo, no solo aprender (y aprehender) la vida, sino también para generar material literario, pensamientos antropológicos y divagaciones filosóficas. Los paseos en solitario son fuente inagotable