Ignorantes

 

 

El más que denostado cine español de la época de Franco ha sido relegado a los baúles del desprecio. Pocos programas de los denominados casposos han vuelto en algún momento a visitar esas películas con la intención de no olvidar a aquellas divas ya nonagenarias, aquejadas del mal del olvido o directamente fallecidas, o a sus correspondientes galanes surcando por los mismos océanos que sus partenaires femeninas. Pero de eso hace mucho. El resto de la tropa, no sabe qué tipo de cine se hacía, quiénes eran las estrellas que más brillaban o qué temáticas se ponían en la palestra. Apenas saben de la época dorada del cine americano, mucho más contundente y más publicitado que el cine patrio, como para conocer a este último.

          Los que se acuerdan de aquel cine español lo suelen asociar a esas comedias ligeras de guiris de carnes blancas a las que se intenta ligar el español audaz, bajito y de pelambrera morena en el pecho. O a ese entrañable Chencho que se perdió en el mercadillo navideño de la Plaza Mayor de Madrid. O los más atrevidos no olvidarán a unas monjas montadas en un «dos caballos» sin etiqueta medioambiental circulando por las calles trufadas de guardias municipales con orinales por casco de un Madrid extinto.

 Poco se habla ya de esas películas de una calidad excelente, con actores y actrices de raza y con directores de sabia astucia que lograban evitar el rasurado o cercenado de la censura reinante en el momento. Hablo de la muy conocida «El verdugo», de «Surcos» o la producción internacional «El cebo». Películas inmejorables y que casi nadie conoce ni, por supuesto, valora.


          En ese cine, tanto el casposo como el más elevado, había personajes de toda índole que reflejaban el paisanaje patrio de la piel de toro. Pero en este escrito quiero destacar a un personaje que servía de mofa, de representante de un mundo que se iba o se quería dejar atrás, pero que muchas veces se revelaba como la persona sensata que daba empaque al guion. Me refiero al personaje del cateto.

          El cateto, cuyo máximo representante fue Paco Martínez Soria, es un personaje entrañable, un arquetipo que suele evocar la España atávica, rural,  desconocedora del término turismo de masas. Por tales motivos, se suele pintar con esa capa de ignorancia, de torpeza en la gran ciudad así como el brutal choque que sufre con la modernidad de los guateques, las faldas cada vez más cortas y la velocidad cada vez más rápida de la vida capitalina.

          El cateto tenía una característica que es lo que más me llama la atención: su ignorancia. El cateto era ignorante de todo lo que acontecía en la jungla de asfalto. Era un terreno ajeno, desconocido y brutal. Un terreno que se le quedaba adherido a las alpargatas y le impedía avanzar. Pero no solo era ignorante de los aconteceres diarios sino de su desconocimiento de muchas de las cuestiones sociales y culturales que, por razón de ser, se daban en la ciudad y no en el sosiego de la aldea asturiana, del pueblo manchego o de las fachadas encaladas de Andalucía. Pero el cateto conocedor de sus propias carencias las ocultaba. No se enorgullecía de ello, más bien, y con toda la razón del mundo, se avergonzaba y, en algunos casos, se ponía manos a la obra y hacía lo posible por evitarlas.


          Estos catetos fueron mis abuelos. Mis padres. Tus abuelos. Tus padres. 

      Abuelos y padres que se rebelaron contra su propia ignorancia y trataron por todos los medios que sus vástagos tuvieran esa formación necesaria para desarrollarse en la vida sin más obstáculos que los que ella misma pone en el camino. De esos hijos de catetos salieron los ingenieros, los arquitectos y los abogados que construyen nuestras carreteras, nuestras casas y nos defienden de los abusos de terceros y de los excesos del poder, verbigracia.

Pero también han surgido todo tipo de urbanitas que adheridos a la cultura del nulo esfuerzo se han alistado del lado de la ignorancia que avergonzaba a sus progenitores y ancestros. Pero la cosa no queda ahí. No solo se han alistado a ese ejército de ignorantes, sino que han hecho de ello bandera identitaria y se han elevado en paladines de la misma. Se enorgullecen de su incultura como el que se enorgullece de sus raíces, de su pasado o de las gestas de quienes le precedieron (carencias todas ellas en este tipo de personajes, por cierto y como no puede ser de otra manera).

          Este género de cateto posmoderno y urbanita ha proliferado tanto que se ha hecho legión. Se han alzado con el poder de la chabacanería de los medios de comunicación, sobre todo de la televisión y ahora de las redes sociales, donde se les puede ver haciendo el más estrepitoso de los ridículos en el terreno cultural, social y de dignidad por un plato de lentejas y los quince minutos de fama que estipulaba Warhol. Lo peor no es ni su incultura ni su insociabilidad ni siquiera su indignidad. Lo peor es que sirven de referentes a muchos jóvenes que todavía no tienen esclarecida la materia de la que están hechos sus sueños. Ven en ellos esa referencia que se puede alcanzar el éxito, superfluo y mal entendido, pero para ellos éxito, sin tener el menor de los conocimientos sobre el mundo que les rodea, sobre lo que son y van a llegar a ser, sólo con enseñar el hilo del tanga, el pecho depilado o acostarse con cualquier espécimen que pulule por los platós, los realitys  o tenga un millón de seguidores en su cuenta de chorradas de Instagram. Buscan la fugacidad que no les puede aportar el esfuerzo, el estudio o el trabajo duro, porque duele y cuesta conseguirlo.

          En un mundo posmoderno, fugaz y ajeno al sacrificio, la figura del cateto avergonzado de su incultura, pero con la suficiente humildad como para reconocerlo y, lo más importante, poner remedio y salir de ella, se ha quedado desfasada. Para olvidar. Pero no estaría mal rescatar esas manos encallecidas que levantaron un país como el nuestro, que a pesar de servir de mofa y escarnio en muchas películas y en muchas realidades se adaptaron y se encumbraron como esas personas que supieron educar, cada uno en su grado y manera, a unos descendientes que, salvo horrorosos casos, han continuado con su mejora particular y, por ende, de toda la comunidad, que no sociedad, de la que formamos parte.

Ese cateto de boina enroscada, maleta de cartón atada con una cuerda y cigarrillo liado en la comisura de los labios que vino a Madrid, a Barcelona o a Bilbao para dar una mejor vida a sus herederos universales era mi abuelo.

Era tu abuelo.

Hónrale.

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