Silencio
Tengo un pariente lejano. Es uno de esos parientes
que por ser lejano no dejo de tener con él cercanía y con quien, como no puede ser de
otra manera, tengo cierta confianza. Aunque hace un tiempo que no le veo, muchos
días vienen a mi memoria esos chascarrillos a los que es tan aficionado.
Chascarrillos de la tertulia en el bar, de la sala de espera del médico o del
saludo que se alarga en medio de la calle, todos ellos adornados con la cenefa
del humor.
Me cuentan que un día le preguntaron a mi pariente cercano en la lejanía qué iba a cenar aquella noche. Hizo una respiración profunda, miró al entrevistador con una mezcla al cincuenta por ciento de choteo y seriedad y le contestó: silencio. «Ahora llego a casa, abro la nevera y solo está llena de rejillas. Me siento en la mesa de la cocina y eso es lo que ceno. Silencio». Al parecer y siempre según me cuentan, todos los circunstantes rieron la gracia. Pero tanto mi pariente como yo sabemos a ciencia cierta que no había gracia alguna en sus palabras, a pesar de haberlas dicho con esa intención. En sus palabras se desagua una realidad que atenaza a muchas personas. Una triste realidad.
El
silencio en las casas que han dejado de ser hogares se ha convertido en una
boca más que alimentar. En un miembro más de esa familia que ya no es tal. El
silencio se ha apoderado de esa atmósfera que reside entre las cuatro paredes
donde habitamos. El silencio, que no es otra cosa sino soledad, se ha instalado
en nuestros corazones. El silencio de la nevera vacía de mi pariente, el
silencio de la televisión a todo volumen, el silencio que se desparrama por las
manos que sostienen un teléfono móvil. El silencio como arma de destrucción
masiva, que nos agarra de la garganta y no nos deja respirar es esa barrera que
nos separa de la vecina del quinto, del carnicero de la tienda de abajo y del
empleado de la empresa de la limpieza que hace su trabajo en nuestro portal. El
silencio no es la ausencia de ruido, ni la afonía, ni nada que se le parezca. Es
un sucedáneo de silencio esa conversación vacua en medio de la calle o de las
prisas que está pensada para ocupar un espacio, pero que una vez terminada nos
deja hueros, sin sustancia ni fundamento.
El silencio.
Imagen de Uboiz Se
extiende como una sombra por las ruidosas ciudades. Avanza sin remedio por las
avenidas, por las callejuelas y por las plazas donde se sientan los ancianos a
solazarse. Corre a la velocidad de la luz y cubre con su manto las ciudades,
los pueblos, las aldeas de montaña. Se sienta con nosotros en la mesa a comer. En
una época donde impera el ruido quien manda es el silencio.
En
las familias, o esas moléculas formadas por átomos que giran a su libre
albedrío, también se ha hecho fuerte el silencio. El primer abanderado del silencio fue el
volumen de la televisión. Después, con una furia y potencia inabarcables,
fueron los dispositivos móviles. Y luego las habitaciones cerradas. La
televisión, los dispositivos móviles y las habitaciones cerradas convirtieron
el silencio, y por ende la soledad, en los reyes de las casas, que no hogares. Los
intentos de conversaciones se acallan bajo las absurdeces de los videos de tictoc, al ritmo reguetonero de moda o con la lujuria manifiesta de la isla de las
tentaciones, verbigracia. Los intentos de conversaciones se trocarán en muchos
casos en el silencio que provoca el fragor de las salas de audiencia de los
juzgados de familia, en el estruendo de las minutas de los abogados y en el
estrépito de las órdenes de alejamiento.
Nos aislamos sin remedio y sin atisbo de darnos cuenta de ello.
Mi pariente cercano en la
lejanía de la sangre echa de menos esas conversaciones superfluas como «¿me
alcanzas el pan?», «¿cómo te ha ido en el trabajo?» o poder regañar a sus hijos
por no recoger la ropa tirada en su habitación. Y, por otro lado, los miembros
de las familias aquejadas de silencio en la multitud también añoran esas
palabras, en principio vacías, que hagan quitarse los auriculares de las orejas
a su hijo adolescente, que aprieten el botón de apagado en el mando a distancia
del televisor o que termine con la batería de los teléfonos móviles. A veces,
esas palabras tan nimias pueden dar con el inicio de una fórmula para
arrinconar al silencio, aunque sea por un momento. O con acabar del todo con
él. Y, por supuesto, puede que obren el milagro conversacional de acabar con
las cenas donde el plato principal es el silencio. Como las de mi primo lejano.
Sobran las palabras, tristemente a esto hemos llegado, me pregunto ¿Que vendrá después?
ResponderEliminarEsperemos que la vida. Muchas gracias.
EliminarLo que más conmueve es cómo se percibe la soledad en lo cotidiano, en los gestos más simples que damos por hechos. Ese silencio que se cuela en las casas puede ser doloroso, pero también muestra cuánto necesitamos de la cercanía, de la palabra compartida y de la presencia del otro. A veces, solo un “¿me pasas el pan?” o un saludo prolongado puede recordarnos que no estamos solos y que la familia, con todos sus pequeños ruidos y conversaciones, sigue siendo el corazón del hogar.
ResponderEliminarGracias
EliminarDe pequeño esperábamos el futuro pensando en cosas que se han hecho realidad, coches que conducen ellos solos. Teléfonos personales con lo que era hacer una llamada a los amigos o a la novieta y no tener intimidad ya he el fijo estaba en el salón y todos los familiares fingían no oír.
ResponderEliminarComo bien dice el autor, el silencio de los televisores esas cajas bobas con personajes salidos de Dios sabe dónde cuya única proeza es haber tenido un incontable número de relaciones llenas de infidelidades.
Dónde están esos momentos familiares a la hora de comer dónde se contaba lo que habíamos hecho.
Podría seguir numerando las "ventajas" de vivir en un mundo tan tecnológico, pero los que ya tenemos unos años nos acordamos con melancolía de lo bien que vivíamos y lo felices que éramos sin nada de todo esto.
Muy buen artículo. Como en otros tantos sabes dónde tocarnos para hacernos reflexionar. Enhorabuena!
Muchas gracias
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