No hubo manera (Una ficción estival)
A la memoria de Julio García Díaz
No hubo manera. A pesar de todos sus esfuerzos, ella lo
abandonó. De poco o nada sirvió acudir a la más ruin de las bajezas. A arrastrase
en la baba de caracol de la súplica, del ruego, del deshonor. Si ella se va,
¡qué me queda a mí!, se dijo a voces calladas. Voces que retumbaron en su caja
torácica como llamadas desde el más allá. Voces siniestras. Tétricas.
El sonido rítmico de las ruedas de su maleta fue el mismo chirrido que el de los neumáticos metálicos de un tren que se desvanece entre la niebla otoñal. El postrero portazo al salir de la casa, al abandonar el pasado y el presente por un más que incierto futuro, fue el remate a ese redoble que en el circo anuncia un salto mortal. Mortal de necesidad. El eco de la puerta al cerrarse se quedó divagando por la casa durante un par de eternidades. Fue un sonido hueco. Un sonido significativo. Un sonido de despedida, de no hay vuelta atrás.
Tengo que
vivir mi vida, le dijo en una conversación con el formato de carta de
despedida, disfrutar de mi cuerpo, vivir nuevas experiencias. ¡Apenas tengo
treinta años!, dijo como gritando en el desierto de los deseos por satisfacer. Él
asintió como pudo. Observó su cuerpo recauchutado, pero atractivo. Pensó en el
dineral que había invertido, se había gastado, en aquellas curvas recién enfilaba
la lozanía los primeros pasos de su cuesta abajo. La miró con el fondo de ojo
de la impotencia, del sonido de tambores del abandono inminente, de la rabia
atrapada e incapaz de salir de una manera honrosa. No tuvo palabras. Ella, sin
embargo, se creció en su monólogo: que si habían sido muy felices, que si nunca
podría olvidarle, que si patatín, que si patatán. Toda una ristra de palabras
vacías, sin otra misión que la de alargar una agonía innecesaria a todas luces.
Todavía reverberaba el eco egoísta de la puerta al cerrarse por los entresijos de las paredes de la casa cuando las lágrimas, incapaces hasta ese momento de lanzarse al vacío desde el balcón de sus ojos, aparecieron a paso de marcha de procesión por sus mejillas. Ella le había machacado con un martillo sus entrañas. Le había dejado tirado, abandonado como un anciano achacoso y desmemoriado en una residencia. Intentó gritar y expulsar de sí toda la incandescencia acumulada en su interior. Le fue imposible. Tan imposible como desahogarse dando puñetazos a una pared, a algún objeto viejo e inservible o a esa mesa de comedor que escondía entre los agujeros de una carcoma inexistente las resonancias de lejanas tertulias de sobremesa. Tertulias que hoy, tras todo lo sucedido, se le antojaban protohistóricas y añejas. Con fuerte olor a naftalina.
Imagen de JillWellingtonQuiso aferrarse a la medicina del olvido, pero los recuerdos, esos duendes inmateriales que recorren el cordis o corazón una y otra vez, no le dejaban. Los días felices de su matrimonio acudían a su mente como esas olas de mar que no tienen otro oficio que el de ir y venir a la orilla a lamer la sal de la arena de la playa. Aquellos viajes por todas las esquinas del orbe acudían a sus mientes en cinemascope y remasterizados: ora aquel viaje siendo novios a Tailandia, ora la luna de miel, hoy de hiel, en Cancún, ora un otoño en Venecia, ora una primavera en París. Intentó sacudirse la cabeza para molestar un tanto a esos duendes y que hicieran mutis por el foro; pero no pudo. Su cabeza no se zarandeaba. Sus recuerdos no se inmutaban y continuaban con su juego macabro y vil de resonar en su cerebro. Pero como no solo de viajes vive el hombre, también regresaban a su memoria los mil y un te quiero que le dijo, sus caricias volcánicas capaces de enardecer todos los rincones de su cuerpo con apenas el roce liviano de las yemas de sus dedos; esas noches de sábanas arrugadas, sudor y gemebundos sonidos de colchones agitados. Aunque de todo eso hacía demasiado tiempo, lo añoró como se añora el olor cálido y reconfortante de la casa de nuestros ancestros.
Imagen de ValtercirilloLe fue imposible evitar que los recuerdos ventearan sus lágrimas. Tampoco pudo enjugarlas con un pañuelo bordado con sus iniciales o con ese de papel, de usar y tirar, tan representativo de una sociedad arropada por la niebla de la estupidez.
Con la agilidad de la madera añeja y carcomida pudo pulsar un botón que tenía al alcance de su dedo índice. La asistenta apareció por el marco de la puerta y con un traje azul y una corbata de colorines le vistió. Aquel día donde el dolor de corazón había embarrado toda la materia de su ser, era el más importante para él y su causa. Tenía cita en el Congreso de los Diputados para hablar de su problema, del problema de tantos otros como él. Debía reponerse, aunque sólo fuera por unas horas, de ese puño de hierro que le estrujaba el centro vital de su existencia, sentarse delante de sus ilustres señorías y cantarles las cuarenta, poner sobre el tapete un órdago a grandes, a chicas, a pares y a juego y sacarles los colores a quienes apostaban con dinero ajeno. Con dinero de todos. Por un momento pensó que, como no hay mal que por bien no venga, el día se había convertido en el momento perfecto para enfrentarse a solas con los miuras de la Comisión Parlamentaria y alancearles con la rabia compungida que atesoraba.
La asistenta aparcó el coche en la zona de seguridad, a escasos metros de la puerta de acceso, bajo la alargada sombra de un león. Le ayudó a bajar y juntos avanzaron por la alfombra limpia y esplendorosa que cubría el piso de los pasillos. Le dio por imaginar la cantidad de mierda y todas las manchas de sangre con pabellón español que se esconderían debajo de ella. Algunos de los inquilinos temporales del edificio hicieron ademán de acercarse con esa sonrisa falsa de político, pero rehusaban al ver el gesto adusto de su cara. Sus ojos incendiarios espantaban hasta a las bestias más temibles del rebaño de Belcebú. Otros inquilinos temporales, los más, ignoraban sin más su presencia.
Entró en el
auditorio donde a portagayola tenía que recibir a los miuras de cuernos
afeitados. Estaba vacía. Se acercó a la mesa larga que la presidía y la
asistenta le acomodó el micrófono. En un reloj de pared se marcaba la hora
prevista para el inicio de su oratoria. La sala continuaba vacía. Se exasperó.
Una exasperación que impidió que las nubes negras de los recuerdos descargaran una
desmedida tormenta. Cinco minutos y medio pasada la hora prevista de comienzo,
hizo acto de presencia el primer diputado. Ni siquiera saludó. Lo de pedir
disculpas por el retraso quedaba para los aquejados por el tumor de la
humildad. Ocupó su asiento y sus ojos se perdieron en la fragosidad de una
maraña de papeles que movía con estruendo para dar la sensación de estar muy
ocupado. Poco a poco fueron dignándose a acudir el resto de los integrantes de
la Comisión Parlamentaria. Ninguno tuvo a bien dar los buenos días o pedir
disculpas, aunque fueran someras o directamente falsas, por llegar tarde.
Ocupaban los sitios asignados y se dedicaban
a charlar unos con otros. Los liberales de la izquierda comunista con los
liberales del centro derecha. Los liberales socialdemócratas con los liberales
independentistas. Los liberales del grupo mixto con los liberales
tornachaquetas a merced del viento favorable para sus intereses privados. Todos
con todos.
Menos con
el protagonista.
Por los
altavoces de la sala se escuchó su voz metálica, como con un toque de óxido:
—Buenos
días. Hoy mi mujer me ha abandonado. Dice que tiene que disfrutar de su cuerpo
y yo no le puedo acompañar en eso con el mío. No vengo a pedir perdón ni permiso por
existir; aunque muchos de ustedes sí que deberían hacerlo. Soy enfermo de ELA y, señorías, ustedes, a pesar de haber aprobado una
ley, todavía no la han dotado de presupuesto, tal y como han hecho con el de la ley de la eutanasia.
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