Condensador de fluzo
Querido lector:
No sé si a
ti, y perdón por el vulgar tuteo, te ha pasado o no, pero quién no ha soñado
alguna vez con viajar en el tiempo. O quién no se ha preguntado en qué época
pasada le hubiera gustado vivir. Y esto que planteo no sólo ocurre dentro de
una infancia soñadora, arreciada por los vientos del norte de la imaginación y
las canículas de los comics, las novelas o las películas, sino que del mismo
modo sucede en una edad adulta en la que a uno le hubiera encantado vivir en tal
o cual época o viajar a tal o cual año para cambiar el devenir del futuro de su
país, de su familia o de su propia persona.
La
literatura y el cine le han dedicado importantes esfuerzos a esta temática: Un yanqui en la corte del rey Arturo, de
Mark Twain, en literatura; la saga de Regreso
al futuro, de Robert Zemeckis, en lo relativo al cine o, la más patria, El Ministerio del Tiempo de los hermanos
Pablo y Javier Olivares, en lo relativo a las series, son varios ejemplos de esta
cuestión.
Los viajes
al pasado suelen ser recurrentes debido a que conocemos los hechos históricos y
eso es una gran ventaja que ayuda al desarrollo de la trama. Pero los viajes en
coche de línea recta hacia el futuro son otro cantar de los cantares. En estos
se tiene que hacer un ejercicio visionario o de médium e intentar vislumbrar
por qué derroteros se dirigirá el mundo. Cosa, por otro lado, harto difícil en
estos tiempos nuestros en los que la cualidad de efímero de las cosas y las
personas es una virtud digna de encabezar los currículum vitae del personal.
Pero no es
el motivo de este artículo los viajes en el tiempo, ni siquiera un ejercicio de
preparación de un servidor para acometer una aventura intertemporal por las
galaxias de la Historia o una huida hacia delante por sus entresijos. No. El motivo
de este artículo es el tiempo en sí y la capacidad de percepción que de él
tenemos los bípedos implumes que nos consideramos humanos.
Y para ello es el momento de coger por los
cuernos el condensador de fluzo de nuestros recuerdos y echar la mirada atrás,
intentar vernos hace veinte o treinta años, ¿cómo vestíamos? ¿cómo nos
relacionábamos? e incluso ¿cómo hablábamos? Todo ha cambiado sustancialmente.
Pero nosotros apenas nos hemos dado cuenta. Hemos seguido con nuestras vidas
acordes a los tiempos. Pero, por favor, cierre los ojos e intente trasladarse a
los primeros años noventa, o los dos mil, y préstese atención. Ese mismo que
viste esa camisa que hoy no se pondría bajo ningún concepto o amenaza, es
usted. Ese que suelta chascarrillos donde la rima y las marcas comerciales se
hermanan o dice, llevando una mano a sus riñones, no puedor, es usted. Ese que pierde las oportunidades que la vida
le brinda en materia amorosa por estar con ese amigo que luego le arrumbará al
cajón cerrado del olvido, también es usted, querido lector.
Pero eso no es lo peor.
Tenemos una capacidad de adaptación y de olvido más que notable, al menos en esta época por la que alegres transitamos. Ya hemos olvidado que el teléfono estaba anclado a una pared o a una mesita en el salón; hemos olvidado que las conexiones a internet eran lentas como caballo de malo (cuando se existían); hemos olvidado que para ligar, uno tenía que contactar con el contrario en un bar, en un parque o en cualquier sitio donde las personas se congregaran. Lo hemos olvidado de tal manera que a día de hoy no sabríamos vivir como antes se hacía. Vamos, que no sabríamos vivir sin teléfono móvil, sin conexión constante a interné o sin el tinder para conocer a la persona de nuestra vida, o, mejor, de nuestro efímero orgasmo.
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Los bípedos implumes que tenemos aspecto de
seres humanos nos adaptamos a todo lo que nos venga. Pero, llegados a este
punto y sin ánimo de provocarle cansancio o hastío, la pregunta inversa se hace
fuerte en nuestro ánimo: ¿Nos adaptaríamos
a todo lo que ya vino? Es decir, ¿sabríamos vivir sin la tecnología que nos abruma
o sin las nuevas formas de comunicación como lo hacíamos hace treinta años?
Este sería el momento exacto en el que este
texto se acompañaría por un emoticono de una carita redonda con la mano en la
barbilla en clara actitud de pensar.
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