ESCLAVITUDES VI. La droga

 

Cuando la jeringuilla perforó con su aguijón la vena abultada del brazo, la piel desafinó en un sonido de tela al rasgarse. Lo interpretó como la más hermosa melodía jamás compuesta para los huesecillos de sus oídos. El émbolo se fue deslizando con la tranquilidad que solo sabe dar el placer más excelso jamás sentido y la droga se mestizó con esa sangre tan castigada por los años, por la marginación y por el elixir del deseo.

            Atrás quedaban las colas frente al campo del Rayo Vallecano a la espera de que el «metabús» aparcara pegadito a la acera y le dispensaran ese bote de plástico, como el de los análisis de orina, donde un zumo de naranja al que llamaban metadona esperaba para que le calmara de esa abstinencia inflexible y dura como roca de pedernal, sin sentimientos ni conmiseración con la fragilidad humana. Allí esperaban junto a sus progenitoras, esas sombras inseparables por necesidad maternal y con el objeto de intentar evitar la necesidad material del pecado de sus hijos, esas madres coraje descorazonadas que hicieron de la salvación de sus hijos el motivo de sus paupérrimas vidas, esas madres mil veces maltratadas, robadas y ninguneadas por efecto de la exigencia de una droga sin la cual no podrían efectuar el acto rutinario de la respiración.

            Todos aquellos líquidos naranjas, todas las esperas bajo las inclemencias del tiempo, todas aquellas madres sombra aquejadas de malquerer se habían ido al carajo más inmundo con aquel desgarro de la piel, con aquella aguja puntiaguda, con aquella heroína mestizándose con la sangre vapuleada por años de adicciones. Otra recaída más. Otro comienzo más por el periplo de marginalidad, abusos de todo tipo y escombros humanos hacinados en los poblados a la espera de poder adquirir esa micra que les lleve al efímero paraíso de la droga para luego salir convertido en el infierno de la delincuencia, del desarraigo y de la enfermedad incurable por definición.

            Ya lo sabía, pero le era imposible resistirse a lo que tantos años se había instalado en su rutina vital. De nada sirvieron las charlas de los psicólogos, las conversaciones con esos curas antidroga con las sotanas manchadas por el barro de los suelos de las chabolas o los internamientos en centros de desintoxicación con la fachada del presidio. Todo ello para terminar enganchado de nuevo, sin poder ser dueño de su propio ser, de su propio destino, de su propia vida y transformarse en la decoración de los interiores de celdas y calabozos de castigo en un módulo de cualquiera de las cárceles del país.

            Este relato, basado, como esas películas de sábado por la tarde en los canales comerciales de la televisión, en hechos reales, narra la esclavitud de las drogas en jóvenes y no tan jóvenes que se vieron azotados por la lacra de la heroína. Una droga con un fuerte poder de adicción y de tolerancia, entendida esta como la necesidad de consumir más cantidad de sustancia para conseguir un efecto similar al que se conseguía con anterioridad y con menor dosis; pero no es el único estupefaciente capaz de conseguir que la gente pierda su preciada libertad por hacerse consumidor, pues todas las drogas, legales e ilegales, tienen ese común denominador de la adicción.

            La heroína dejó de estar de moda, aunque ahora está sufriendo un repunte en los Estados Unidos, referente «cultural» de nuestra vieja Europa y, por ende, la moda terminará por recalar aquí, y se apoderaron del mercado (pues no es otra cosa) otro tipo de sustancias con menor índice de marginalidad entre sus consumidores (cocaína, derivados cannábicos, drogas de diseño), pero con las mismas consecuencias sobre su libertad personal y, sobre todo, sobre su salud física y mental. Estas drogas, las que sustituyeron a la heroína en el plano de las tendencias en cuanto a consumo se refiere, en un principio (y algunas, en un final), no enseñan la patita y el drogadicto puede hacer una vida «relativamente» normal, sin que apenas se note en el ámbito laboral y social, aunque en el familiar sí que se perciba como el problema que es.

            Podría hacer aquí un Trabajo de Fin de Máster sobre las diferentes drogas que se consumen a nivel mundial, su tráfico y las consecuencias penales que se deriva de su consumo, pero ni es el lugar ni es el momento. Sólo quiero destacar las consecuencias que tienen sobre la libertad de las personas. Un consumidor de drogas, cuando su «enganche» es importante, va a tener su mente ocupada en un 90%  (si no el 100%) de su tiempo y capacidad en el hecho de conseguir la dosis necesaria y poder tomarla. Muchas (o todas) sus conversaciones derivarán de una u otra manera en la droga o en lo que es capaz de hacer por conseguir esa droga y, como colofón, su idea de felicidad sería tener el dinero suficiente para poder comprar un kilo o dos o cientos de su droga favorita para poder estar consumiendo a todas horas sin necesidad de tener que preocuparse en cómo conseguirla.

                                                                                                     Autor:  Analogicus

            Y hablo de cocaína, de heroína o de cualquier otra droga denominadas como ilegales, pero no quiero finalizar sin hacer mención a las drogas legales como el alcohol, el tabaco o las que se dispensan en la farmacia con receta (las grandes olvidadas) que restan la libertad de poder vivir sin tener que depender de ellas, de tener que consumirlas aunque se restrinja las áreas donde hacerlo o se sometan al dictado de la autoridad de tráfico rodado y nos impida (o al menos así debería ser) el hecho de poder conducir o no, verbigracia. Sin entrar en otras mil y una secuelas liberticidas a las que nos puedan someter.

            En ustedes queda el averiguarlas, si les place.

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