Crónica gélida de un domingo pajarero
Cuando el día despertó, el dinosaurio todavía seguía allí. Pero seguía en forma de chupones de hielo calizo, rígido y vertical. Lo más normal cuando el denso e insistente mercurio del termómetro se empeñaba en no subir de los siete grados, precedidos, eso sí, de un signo más negativo que los dígitos colorados de nuestras maltrechas cuentas corrientes.
Pero las favorables condiciones atmosféricas para los inuits, no restaron el vigor necesario a dos valientes socios de SEO-Aranjuez que, evitando en los posible ser alcanzados por las balas de hielo que los sabañones nos lanzaban, nos adentramos en el maravilloso mundo del censo de aves acuáticas por las orillas de nuestro querido y, a la vez, maltratado río Tajo. Desde la gélida presa de Valdajos hasta el Puente Barcas; desde la soledad insomne de la Aldehuela hasta las mareadoras aguas que veloz desafían a un onerosa gravedad en el Embocador; desde la mansedumbre violentada por los remos de un piragüista en el Puente de la Reina hasta la belicosidad sacrificada de las corrientes del Puente de Villarrubia. Lo cierto es que los lugares se resistieron con ferocidad a albergar el avistamiento continuo, alborozado y feliz de los sonidos guturales de las aves. Pero se agradeció al día, a pesar de la insolencia de su frescor, del crujir de nuestros pasos rompiendo el hielo que dormía sobre las hierbecillas del camino o de la humedad relativa en las escasas muestras de piel que nuestros cuerpos ofrecían a la intemperie, por la bondad de paisajes, por la buena conversación y por una soledad aterida que se prestaba a la meditación, al encuentro con uno mismo o al simple ordenamiento de unos pensamientos que nos asaetean en nuestro diario discurrir vital. Aún así, el pico menor se ofreció como vestal romana ante mis pupilas por primera vez. O las zambullidas que con aire de acróbata sin red nos brindó un porrón moñudo engalanado con el brazalete verde de su anilla científica.
Después de pantagruélicas raciones de
pizza, regadas con el mosto agraz de la cebada castellana, la tarde se tumbó
ante nosotros en una bacanal de conteo, recuento o padrón de la distinguida
rapaz que con vuelo cautivador se ha hecho llamar milano real. Y ante tan
sinuosa visión nos lanzamos nueve bizarros socios, prismáticos y monóculos en
ristre a tan conveniente, propicia e insoslayable labor. Todos los animales
acudieron a su cita con la cama, descastada ésta de sábanas, manta y embozo, en
lo alto de una hilera de árboles, que entre sus ramas desabrigadas hacía de lar
para tres centenas de ellos. Número arriba o número abajo. El sol que se empeñó
en acariciarnos para después consumar el engaño procaz de la temperatura, nos
teñía de color las frentes, unas más despejadas que otras, y una vez se metió
en el catre del horizonte a dormir, el relente, el rocío y la mirada sin fuste
de la luna llena nos dejó congelados.Se vistió el atardecer con la sangre del día herido.
Un esmerejón con vocación de cohete espacial, de obús o de sputnik ecológico, atravesó la campiña dejando tras de sí una estela de vacío e incredulidad en los iris de los observadores. En lo alto, de un cielo todavía azul y no hollado por las marcas blancas que los aviones comerciales dejan, como surcos estériles, en el conjunto de capas de la atmósfera, una hembra coqueta de gavilán se dejó ver, como en un pase de modelos, por los integrantes de SEO-Aranjuez que aún resistían al ataque de todas las enfermedades que se relacionan con el frío intenso.
Al final, para poner un colofón gráfico y a la vez placentero, hubo un autorretrato grupal sobre unas pacas de paja que, al borde del camino, esperaban los dientes voraces o trituradores del ganado. Una estampa un tanto rural o costumbrista se quedó a vivir en el interior del teléfono móvil cuyo objetivo enfocó nuestra presencia.
Un gran día. Sin duda.
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