Aquellas viejas palabras
Me encantaban aquellas tardes de invierno con las que se compuso parte de la sinfonía de mi infancia. A las cinco de la tarde sonaba el silbato del profesor que nos indicaba que el día, en lo relativo a la docencia, se daba por extinguido. Cargados con mochilas menos voluminosas que las que actualmente machacan sin piedad las espaldas impúberes, pero mucho más prácticas, llegábamos al calor del brasero del hogar y, con el bocadillo de nocilla en la mano, poco tardábamos en bajar a la calle con el firme propósito de despellejar la puntera oscura de nuestros zapatos por darle a base bien al balón de goma o de reglamento, si los Reyes Magos habían sido propicios. Tras el partido, que siempre se daba por finalizado después de que el dueño de la pelota exclamara: «¡el que meta gana!», cuando no importaba una mierda si se iba perdiendo diez a cero o dos a uno; después de la batalla camp...