Repoblación de interiores
Alguna vez, querido y único lector, se habrá preguntado qué es eso que tanto nos atrae del turismo de interior, de interior de España, me refiero. Quizá una de las cosas que hace que nos atraiga, y con toda probabilidad la más común de todas, sea el arrobamiento por la belleza de los pueblos ibéricos: sus iglesias semiabandonadas de fieles y de presupuesto, su variada fauna y flora y sus paisajes apoderados de un silencio con la capacidad de hacer doler a los oídos. Un silencio que nos aleja del mundanal ruido de las ciudades, de las calles de los barrios populosos y de las casas presididas por electrodomésticos alérgicos a cualquier tipo de mutismo.
Desde la emigración interior masiva del campo hacia las ciudades provocada por la atracción fatal de las luces de neón, allá por los años sesenta y setenta de un ya fenecido siglo XX, el campo se ha ido vaciando sin remedio. Los jóvenes ansiosos por mejorar sus condiciones de vida y, en muchos casos, de ocio, los padres de familia intentando que sus familias dispusieran o aspiraran a un futuro mejor y las mujeres sin más estudios que la maestría en sus labores huían de las duras condiciones del campo para emigrar o servir a la ciudad. Al final, los más viejos del lugar se quedaron custodiando los pueblos, las vegas y los montes de unos parajes olvidados por esa odiosa palabra llamada progreso. La España interior se convirtió en una enorme residencia de ancianos carente de muchos de los servicios que, por contra, la ciudad ofrecía a sus pobladores. Una España donde los cementerios se hallan más concurridos que los bares, y donde las maternidades no son más que una utopía. O una distopía.
El sector primario se echó a un lado para dejar paso a un sector
terciario del que se supone que tenemos que vivir todos. Una serie de leyes
restrictivas, un comercio exterior capaz de traer, verbigracia, espárragos
desde Perú en menos de veinticuatro horas y en cualquier época del año o una
línea muy fina, demasiado fina, de beneficios como productores de alimentos se
unieron a toda esta suerte de malditas casualidades que hicieron del campo, de
la ruralidad esencial de nuestros pueblos, un mundo harto difícil de habitar.
Un mundo destinado al irremediable abandono.
Ni los tímidos movimientos neorrurales,
ni el teletrabajo, ni nada por el estilo han sido capaces de cuajar y de añadir
nacimientos para combatir ese índice tan elevado de defunciones. Ni siquiera
somos capaces de saber si esa, y no otra, sería una medida acertada de
repoblación. Aún si lo fuera, es tan tímido el movimiento y tan ancha la
Castilla y el Aragón por cubrir, que poco iban a aportar.
También se ha barajado, ante los ridículos índices de natalidad patrios y el desmesurado de abortos, repoblar estos parajes semiabandonados con la emergente población inmigrante. Ya saben, contra la emigración, inmigración. Pero esta posible nueva población sólo está contemplada desde el punto de mira materialista y mercantilista, es decir, como mano de obra barata de los trabajos rurales que los naturales no quieren o no pueden hacer porque se han marchado a la ciudad o porque la edad se lo impide.
Las repoblaciones de la España vacía tienen que ser contempladas desde una cosmovisión total, no sólo la mercantilista. Pues es necesario que los pueblos no desaparezcan en toda su globalidad: trabajo para poder sobrevivir, cultura para no desaparecer y tradición para continuar desarrollándose como comunidad humana a rebosar de afectos. Si llenamos los pueblos con inmigrantes ajenos del todo a la idiosincrasia y la antropología rural española tendremos pueblos con trabajo, pero careceremos de pueblos con cultura, en su amplio sentido, y no se conservará ni el patrimonio inmaterial labrado durante milenios por quienes allí han vivido, ni, con el paso del tiempo y la pérdida de sentido para los nuevos habitantes, podremos conservar ese patrimonio material que nos hace dignos en el plano tanto terrenal como espiritual. Pues si los inmigrantes cultivan otro tipo de costumbres, tradiciones y religión, lo lógico y normal es que la sigan practicando, dejando, de este modo, de lado y abocadas al olvido las que siempre se han profesado por esos pagos. Y al perder su sentido antropológico, espiritual y existencial no tendrá sentido alguno conservar algo que no lo consideran como propio y, por tanto, carente de todo valor, y no me refiero económico. Por lo tanto, desaparecerá sin remedio.
Es por ello que cualquier política destinada a mejorar la
situación de la conocida como España vacía o vaciada tiene que pasar por
vigorizar la natalidad entre los propios habitantes de los territorios
desolados por la despoblación. Facilitar incentivos para emprender negocios
tradicionales o de otro tipo, dotar de servicios básicos, necesarios y de
calidad a todas las poblaciones aquejadas de soledad y crear una red
comunitaria de cooperación, comercio y cultivo de las tradiciones y costumbres
ancestrales podrían ser algunas de las tácticas para evitar la huida de los
jóvenes en edad de procrear, atraer la de aquellos descendientes de los que un
día se marcharon pero que tienen su corazón y su alma en sus pueblos y de todos
aquellos que, adaptándose a la idiosincrasia local, quieran instalarse para
ampliar la población con nuevos nacimientos, participar de sus festejos y
costumbres y, una vez asimiladas todas las circunstancias materiales, sociales
y religiosas, formar parte de pleno derecho de una comunidad con raíces bien
ancladas, con un presente prometedor y una anhelante esperanza de futuro. Un
futuro en el que se evite la muerte de los pueblos, la pérdida irreparable de
una cultura rural insustituible y de una tradición tan necesaria para vivir
como el pan nuestro de cada día.
Que verdad, que realidad más triste y que desesperación cuando la esperanza se pierde al ver que nuestra historia y cultura se muere.
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