De ascuas y sardinas
Si uno, en un foro compuesto por personas con un mínimo
nivel y bagaje cultural, pregunta por la
figura de Salieri, el compositor, es harto probable que llegue a observar caras
de desconcierto, cariacontecidas, gestos de asco o comentarios hirientes contra
su persona. El rumor que se extenderá sin reparos por la sala será el mismo que
si hubiera mentado a Hitler, a Stalin o a Pol Pot. Aunque, en honor a la
verdad, con este trío calavera habría bastante más controversia que con el
músico clásico, coetáneo de tantos y tantos genios musicales.
Todos odian a Saileri. Sin fisuras.
Salieri fue
un músico italiano del que ya apenas se interpretan sus obras en los grandes
ciclos de música clásica ni, por supuesto, se escuchan sus listas de Spotify. Y
claro que hablo generalizando, pues lo que quiero mostrar es el odio
encarnizado que sobre su persona ha recaído, obviando, de este modo, toda una excelsa
carrera musical con más de cuarenta óperas en su talega, otras tantas misas
solemnes y de tener el honor de haber sido maestro de Beethoven, Listz o
Schubert.
Ahí es nada.
Este odio o asco proviene de un rumor maledicente que se encapsuló en las hojas del calendario y años después de su muerte se fraguó, durante el romanticismo, en una ópera. De la ópera a los relatos de ficción, de los relatos de ficción a las salas de teatro y de los escenarios al cine. A mediados de los ochenta del siglo pasado, se estrena con gran éxito la película «Amadeus», de Milos Forman, donde se representa al músico vienés como un ser frívolo, infantil y caprichoso (con una risa odiosa) y al italiano como un trasunto del mismo Belcebú: celoso, emasculado por la envidia y con la oscuridad suficiente de espíritu como para ser dominado por la ira y acabar con la vida del genio precoz. A pesar de no conocer al detalle la relación que mantuvieron ambos compositores, sé que Salieri fue el único músico que acompañó al féretro de Mozart en su postrero viaje.
El mensaje
de «Amadeus», me centro en la película, caló hasta las profundidades abisales
de los tuétanos de una generación, ahora dos o tres, de espectadores que
acudieron en comandita a las salas de cine para conocer de «primera mano» y
hacerse eco después de un bulo capaz de resistir el indomable paso de los años.
En el imaginario popular, Salieri ha penetrado como un ser taimado, viva imagen
de la envidia y como el asesino del mayor genio de la historia de la música,
con el permiso de Jesulín de Ubrique, Mili Vanili y Kiko Rivera, claro.
Aparte de
bromas, me quedo con el asunto del bulo. Ya pueden escribir libros biográficos
sobre la vida y obra del compositor italiano que desmientan una a una, o a tropel,
todas las mentiras de las que ha sido y sigue siendo objeto; ya pueden salir
estudiosos del tema dejando las cosas meridianas en miles de canales de
Youtube; ya pueden hablar del tema enjundiosos artículos en revistas
especializadas. Da igual. El imaginario ya está tocado y a solo un punto de
convertirse en pecio. Con una, en este caso varias, obras de ficción se ha
troquelado toda una sociedad, que no comunidad, con respecto a un tema
concreto, en este caso la vida de un gran músico olvidado y odiado al cincuenta
y dos y al cuarenta y ocho por ciento, respectivamente.
Las obras de ficción donde aparecen personajes reales se pueden convertir en el cartucho en el tambor del revólver con el que se juega a la ruleta rusa. Hay cinco huecos vacíos que no provocan más estupor que el propio de la ficción, pero existe una recámara ocupada por un cartucho del .38 esperando para hacerte explotar la cabeza. Parece difícil, o menos probable, hacer coincidir la recámara del cartucho con el cañón por la proa y con el martillo percutor por la popa. Pero con arte de prestidigitador se puede, con un juego de manos ágil, rápido y efectivo, conseguir, siempre que interese. Y como esta sociedad, que no comunidad, consiste en arrimar el ascua a la sardina de cada cual, trocando, cuando interese, la verdad en mentira y la mentira en verdad, la realidad en ficción y la ficción en realidad, se permiten los creadores convertir personas, ahora personajes de ficción, repletos de virtudes en los seres más abyectos que han poblado el orbe. Y, como no puede ser de otra manera, viceversa: personas emparentadas por línea directa con Satanás en seres dignos de devoción popular. Vamos, que la ropa queda de un blanco espectacular. Deslumbrante.
Imagen de Gavilla Los
colectivos minoritarios, compuestos por mayorías absolutas o absolutistas, bien
abonados con el estiércol de las subvenciones públicas, arriman el ascua a su
sardina populista y se atreven, amparados por los políticos interesados, la
prensa lambeculos y los necesarios palmeros ideológicos, en tergiversar la
historia o la biografía de las grandes personas del pasado común. De esta
manera te convierten a Colón en un independentista catalán que en las playas
de La Española hincó con fuerza y decisión una estelada, a Antonio Salieri en un asesino de genios sin compasión o
a don Miguel de Cervantes en un sodomita con buena pluma, la mejor, que capitaneaba
carrozas del orgullo gay por el barrio de Las Letras de Madrid en el Siglo de
Oro. Verbigracia. Dando pábulo a leyendas negras y leyendas rosas alejadas del
todo de la realidad, pero con un fin infame, no por el mero disfrute de la
ficción.
Con estas
ascuas pegadas ya a su lomo de sardina, consiguen hacer a sus ideologías más
puras, más relevantes y, como no puede ser de otra manera, con una superioridad
moral a prueba de ataques nucleares, que al final es lo que se busca y se consigue
a fuer del menosprecio por quien ose a disentir, aunque sea de modo leve, a la moral
superior conseguida.
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