Tortilla española
De cuando en cuando surge un debate enconado en las redes, en las barras de zinc de las tabernas patrias y hasta en las mesitas de mármol del Café Gijón, que hace salir de nuestro interior a ese barra brava (me niego en rotundo a decir hooligang,¡Ostras!... Ya lo he dicho) capaz de batirse a muerte por el asunto. Y el asunto no es otro que si la tortilla debe llevar cebolla o no. A pesar de parecer un tema baladí, en esta España nuestra se puede llegar a las manos, a la ruptura irremediable de la más antigua y firme amistad y hasta llegar a negar la legítima al hijo díscolo en semejante tema.
Cuando el asunto se fríe en la sartén de las redes sociales, los participantes embozados en la manta morellana del anonimato arremeten al contrario con exabruptos, insultos y menciones indecorosas a la santidad de una madre. Madre que, seguro estoy, cocina o cocinaba la tortilla al gusto del hijo, y, a la sazón, contrincante del embozado interlocutor virtual. En las barras de zinc de las tabernas patrias se han llegado a desenvainar y a abrir con estruendo de muelles las navajas de Albacete. En las más señoriales mesas de mármol del Café Gijón se han reproducido groserías de alto copete y en las mientes de todos se refrenaba la recordada refriega que le costó un brazo al ínclito barbudo gallego Ramón María del Valle Inclán.
En este asunto que nos lleva al fuego lento de la alta cocina , un servidor, a riesgo de parecer centrista o directamente blandengue, me declaro amante irredento de la tortilla de patata. Me gusta de todas las maneras: con cebolla o carente de ella; cuajadita o a un punto de que el huevo chorree, como me la sirvieron en un bar de O Cebreriro, que estaba de toma pan y moja; para romper el ayuno nocturno, al mediodía o como plato estrella de una cena copiosa. Soy tortillero. No lo puedo ni lo quiero evitar.
Pero una de las cosas que más me gustan, aparte del sabor, de la cebolla o su carencia o de su grado de cuajadura, es su nombre: «Tortilla Española». No creo que haya un plato que nos identifique, nos una y sea tan antropológicamente nuestro como la Tortilla Española. El cocido, la fabada o la paella suelen llevar un apellido regional, aunque su ámbito de degustación sea a nivel de toda la nación, o mejor dicho ámbito patrio. Pero la tortilla… ¡Ay! La tortilla. La tortilla de patata es española por los cuatro costados. Y como embajadora de nuestra gastronomía ha recorrido, como decía mi abuela, Rusia y Prusia enarbolando la grímpola rojigualda de nuestro destino.
Tiene la elaboración de la patria tortilla varias peculiaridades que se me antojan cuanto menos curiosas. La primera, el corte de sus patatas: en rodajas que luego se machacan para mezclarlas con el huevo. Segunda: el sonido batiente del tenedor o adminículo especial para la mezcla de la yema y la clara hasta hacerla una. Hasta convertirla en la individualidad gastronómica imposible de deconstruir. Y por último y para mí más importante, darle la vuelta para que se cocine de manera uniforme por ambos lados. Unos, para dicha maniobra de riesgo, utilizan una tapadera, otros, un plato llano de buen calibre y otros, los más osados, la lanzan al aire con arte y estilo para, tras hacer un doble salto mortal con tirabuzón, caiga con la elegancia del saltador de trampolín de cinco metros sobre la sartén donde terminará de cuajar al gusto.
Sobre este arte de saber dar la vuelta a la tortilla en la sartén que se echa la siesta en el fuego lento de la paciencia, mi abuela, (doctorada, como Sancho Panza, en el noble arte de los dichos populares) construía una metáfora que se aplicaba a aquellas discusiones en las que la habilidad de uno de los contrincantes conseguía que los argumentos contrarios se hicieran suyos y de este modo salir con vítores de la contienda. Era una especie de aikido nacional, donde la fuerza del contrincante se utiliza en beneficio propio. Para ello, y en la época pretérita de mi abuela, había que tener un estilo propio muy definido, un dominio absoluto de la gramática parda y, sobre todo y ante todo, un morro de los que se arrastran por el polvo de los caminos de las dehesas. O por el asfalto de la calle.
Esa maña, aunque artera, podía ser elogiable e incluso en ciertos grados digna de admiración. Siempre según en qué casos. A día de hoy la añagaza del pícaro o espabilado para conseguir dar la vuelta a la tortilla y ponerla de su lado ha dejado de ser fina, delicada o elegante. Se ha trocado en, como casi todo en este mundo posmoderno, la más absoluta tosquedad. Sobre todo cuando el pícaro o el espabilado ni conoce la picardía ni ejerce el oficio del espabile y proviene de esa suerte de advenedizos y soplalmohadas que han tenido a bien gobernar, con la complicidad de nuestros votos, claro está. Cuando la casta política pretende darle la vuelta a la tortilla y hacer de los agresores víctimas, de los villanos héroes y de la culpa el estribillo de una tonadilla, el ojo avizor y desfanatizado es capaz de pillar la argucia apenas salga de Ferraz, de Génova o de cualquiera que sea el nombre de la calle donde se ubique la sede del partido político de turno. Y da igual a qué distancia se halle el observador avizor y desfanatizado, pues no es cuestión de distancia sino de bellaquería. De falta de nobleza. De escasez de dignidad humana y política. O viceversa.
Ejemplos de la vuelta a esta tortilla sin cebolla pero con mala baba hay por doquier, y no sería elegante enumerarlos aquí. Pero si quien difunde mentiras llama al otro mentiroso, quien abandona a su suerte al ciudadano perjudicado por cualquier desastre natural, humano (algaradas) o político y acusa, con cara de mármol a su contrincante o convencernos de que lo que más nos une es en realidad lo que más nos separa, nos distancia y nos destruye o, lo peor de todo, cuando llama asesinos a los adversarios, y quienes les apoyan, mientras se besan con lengua con los asesinos confesos (y orgullosos). Nosotros, cómplices del voto, lo seguimos permitiendo y encima les aplaudimos, dejando en ese instante de ser cómplices para convertirnos en coautores de la vileza. Y de seguir así, aplaudiendo al que nos engaña, al que nos utiliza solo en su favor o, directamente, nos roba sin escrúpulos ni remordimientos de conciencia, el debate no será si la tortilla con cebolla o sin ella, sino si podremos en algún momento comernos una tortilla o seguiremos con hambre. Ni que decir tiene que sin tortilla tampoco habrá española.
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