ESCLAVITUDES VII: Narcoestados

  

Cuenta la leyenda que el ser humano siempre ha necesitado algún tipo de sustancia con ciertos principios activos capaces de provocar una alteración psíquica y de remover los dioses  y los demonios de su interior. Esas sustancias han estado íntimamente vinculadas a las diferentes colectividades humanas. Y esa vinculación, en los últimos tiempos, ha tenido una relación más estrecha con las sociedades organizadas en forma de estados actuales.

            También cuenta la leyenda que con la revolución juvenil de los años sesenta y setenta, en Occidente se popularizó el consumo de drogas hasta tal punto que llegó a infiltrarse entre los jóvenes, y no tan jóvenes, de todas las clases sociales, laborales y emocionales. Vamos, que casi todo el mundo consumía o había consumido sustancias fiscalizadas en algún momento de sus vidas, bien como experimentación, bien como diversión o bien como vía iniciática para una carrera de obstáculos con meta en la ruina económica, familiar y personal.

            Existe otra leyenda que narra el acceso al poder de aquellos que, con tanta libertad en río revuelto, comenzaron a pescar buenos beneficios de un consumo exagerado de un producto que solo ellos poseían. Vieron una capacidad de mercado inaudita, un amanecer repleto de billetes arrugados y una vida de esplendorosa riqueza a su alrededor. Y lo que comenzó como una revolución cultural, social y de sueños perdidos, se convirtió en una fuente de negocio, lucrativo a más no poder, para unos pocos avezados traficantes.

            Esa misma leyenda también cuenta que estos avezados empresarios de la desgracia ajena se unían en ciertos tipos de asociaciones empresariales a las que algún sacerdote ateo bautizó como cárteles. Unían en ellos sus fuerzas para llevar el producto desde las plantaciones hasta los laboratorios donde lo procesaban y de ahí, en barco, avión o transporte terrestre o humano, hasta las venas, las narices o los pulmones de los consumidores. Y esas fuerzas cada vez eran más ricas. El dinero arrugado y sucio con el que pagaba el adicto al camello de la esquina, se lavaba, se tendía a secar bajo un sol inclemente y se planchaba de tal manera que cuando llegaba al narco que manejaba todo el cotarro desde la sombra del porche trasero de su mansión, el dinero parecía otro: bien limpito, bien peinado y hasta con traje y corbata a estreno.



            La leyenda continúa su narración diciendo que solo con el dinero los narcos eran ricos, pero les faltaba ser poderosos. Así fue como, en un principio, se ganaron los favores del populacho hambriento de libertad, riqueza y ganas de sentirse valorados, construyendo escuelas, campos de fútbol y zonas de recreo   para los niños y los adultos. Así el populacho adoraba sus benefactores sin caer en la cuenta de que con la mano izquierda, y a la vez, les estaban vendiendo la ruina en forma de droga. Pero ellos eran felices y adoraban a ese hombre de bigote y sombrero que se preocupaba porque no faltaran servicios esenciales en sus comunidades. Pero con el beneplácito del pueblo no tenían suficiente, ya que les aportaba cierta cota de poder, pero no el poder omnímodo que necesitaban.  Poco a poco, con sus torres de marfil repletas de billetes lavados, peinados y bien vestidos, comenzaron a sobornar, y así poner de su lado, a las fuerzas de seguridad que les podían investigar, a los fiscales que les podían acusar y a los jueces que les podían juzgar y, por ende, enviar a una cárcel, de oro, pero una cárcel al fin y al cabo. La serpiente se había introducido y sólo le faltaba poner sus huevos en el nido que se estaba construyendo con papel moneda.

            La sierpe iba creciendo poco a poco y se alimentaba de los despojos sociales que iba dejando a su paso el consumo de droga. Pero también se alimentaba de los advenedizos con ínfulas de medrar en el mundo de la política, tontos útiles para un animal hambriento de lo que le faltaba, de lo que necesitaba: el poder. La bicha necesitaba policías que no detuviesen su camino, jueces que no la encerraran en jaulas de barrotes metálicos y políticos que no legislaran en su contra, así, de este modo, su protección e impunidad era total. Pero no solo de protección e impunidad vivía el narco, también de ese poder casi total para controlar con mano de fierro todo el sistema del que se beneficiaban.

            Una vez con todos los estamentos del poder guardados bajo sus posaderas, nadie les podía hacer sombra. Y si, por casualidad, un político se daba cuenta del fraude del sistema en el que vivían, pues se le empezaba untando el lomo con unas monedas, unas monedas con las que le aferraban a la voluntad del narco como si de grilletes sin llave se tratara, y si seguía pertinaz en su quijotesca lucha, pues nada como una depresión y un posterior suicidio orquestado desde la sombra del porche de la parte de atrás de una bonita mansión para solucionarlo. Si un periodista o un fiscal o un policía con claro desprecio por sus vidas hurgaba un poco más de lo debido, pues una corbata colombiana, unos tiros con un cuerno de chivo en un descampado de Sinaloa o una ejecución ejemplar de todo el clan familiar en el sofá de la casa del susodicho idealista y el problema erradicado.

                                                                             Imagen de Foto-Rabe

            Y así, la sierpe ya no es sierpe sino hidra, y es capaz de fagocitar todo lo que se interpone en su camino de ansias de poder. Y la libertad de las personas se reduce de modo drástico, la maniobrabilidad de la justicia (la real) se queda varada en el lodo de la podredumbre política y en las calles los muchachos siguen cebando con billetes arrugados y sucios a las siete cabezas de la hidra para estar enganchados a un ratito de gloria que les evita ser capaces de gobernar sus propias vidas con la diligencia y el respeto debidos.

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