Elogio al serano

 

Como siempre, de manera instintiva, con mis dedos sarmentosos aprieto con fuerza el maldito botón rojo del mando de la tele. Sí, el mismo que hace cambiar de color la lucecita que debajo de la pantalla e indica si está encendida, verde, o apagada, bermejo. La imagen se catapulta con sus luces sobre la salita de estar y el ruido de voces de personas con las que ni siquiera me crucé inundan la estancia, todo ello como si de repente hubiera subido la marea y se hubiera anegado todo bajo el agua y la sal. Las personas que hablan en los platós y se meten en la intimidad descarnada de mi casa no hacen tal cosa, hablar, me refiero; sino gritar, discutir, incluso insultar. Pero a mi mirada, absorta ella, le es imposible desviarse ni lo más mínimo del camino que la luminosidad del televisor marca a fuego en mi alma.

 

 

 

          Me encuentro atrapado del todo, como un león en su minúscula y sucia celda del zoo. Me intereso, de repente, por asuntos que me resultan de una estupidez supina; pero no los puedo esquivar, ni puedo hacer un intento, aunque sea leve, de rehuir del tema. Estoy anonadado, apocado, disminuido y levado a formar parte de esa masa informe a la que llaman audiencia. Pero audiencia es la que oye, y yo, sinceramente, tengo mis más que serias dudas de que pueda escuchar. Degluto la papilla que me arrojan los rayos catódicos y me inutilizo a mí mismo para otras tareas que antaño, y con buen quehacer, realizaba. Todo esto cuando no apoyo la cabeza en la oreja del sillón y me debato entre el sueño, el sopor y la vigilia con acentuados golpes de cabeza que desatornillan el deplorable estado de los músculos de mi cuello.

          Por un instante,  entre sueños  y acunado por las voces de las personas desconocidas que como ocupas invaden mi cuarto de estar, sueño con aquellos días de la infancia en la que por las noches, al fresco, me quedaba hasta tarde a escuchar a los viejos que hacían corro en la portal de mi casa. Unos se sentaban en el firme poyete que escoltaba el quicio de mis padres, otros se traían la silla de casa y otros, los que llamábamos de paso, apoyaban su peso sobre un cayado que tenía ínfulas de recio atlante. Estos últimos tenían un billete de ida y vuelta y sólo paraban un rato en el concilio que se organizaba ante mi puerta y ante la puerta de la vecina viuda y ante todas las puertas donde se reunían un grupo nutrido, o desnutrido, de gente. También los había que no dejaban de hablar y los que no dejaban de escuchar y los que tenían la mirada, los oídos y hasta el tacto perdido y ni hablaban ni escuchaban. Pero, entre todos, se formaban conversaciones, se contaban historias inventadas, trastocadas o profundamente exageradas sobre hechos reales o se hablaba del tiempo o de las cosechas venideras.

          Las noches eran el horario preferido para calmar el ansia de fresco. A mí, que apenas levantaba unos pies del suelo, me engatusaban las historias que siempre empezaba a narrar mi abuelo, aunque nunca las terminaba él, pues todos, en un tumulto de voces que como hiedra que asalta las paredes, querían continuar hasta el infinito o dar por terminado el relato. Porque mi abuelo tenía el don de crear expectación, pero luego le atrapaba con sus cuerdas el laúd del aburrimiento y dejaba que los demás se imaginaran el resto y, así, él poder reír a escondidas, con esa risa que da el triunfo y que tiene el mismo sabor que las medallas que enjaezan el pecho de los generales de división. Nunca lo supe y ya nunca sabré por qué hacía eso. Pero me encantaba mirarle a los ojos donde el brillo de la victoria se enredaba en sus pupilas y hacía sonreír a sus párpados cada vez que alguno de sus quintos terminaba rematadamente mal la historia. Ese brillo en los ojos ha estado visitándome todos los días cuando me miraba en el espejo y se destapaba la parte de mi cerebro en el que el velo entretejido de niebla espesa de la desmemoria no se había hecho fuerte. Y me acuerdo de las noches de serano como luces que se iluminan y guían los pasos de los peregrinos, con la esperanza puesta en la luz y en el camino, no en la llegada o en la meta.

          Pero aquellas reuniones de viejos, de jóvenes y de padres de jóvenes se extinguieron, como lo hizo el dodo, la trilla o la caza con halcones y hoy, cuando la maldita enfermedad me deja, me quedo absorto, idiotizado o inerme ante las voces que manan de una luminosidad artificiosa, sin intención de reunir a nadie bajo las premisas comunitarias y de pueblo, como se hacía al fresco cuando la canícula era esa manta de lana virgen que en las horas centrales del día pesaba como mil yunques de hierro. Mientras tanto, yo me enredo con el botoncito rojo del mando de la tele y el velo entretejido de niebla espesa de mi desmemoria se hace cada vez más fuerte y en sitios donde antes tenía el paso vedado. Y ya no brillan mis ojos frente al espejo, porque ya no me acuerdo de mi abuelo, ni de sus historias, ni de la garrota donde apoyaba sus ojos a punto de refulgir cuando dejaba a los demás que terminaran la historia que una vez él comenzó.

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