Ruralidad

 


En una serie absurda vi una escena que, como no podía ser de otra manera, absurda también era. Pero hay veces que este tipo de situaciones despiertan en uno ese qué sé yo que le arrojan sin remedio hacia el abismo de la pluma, la tinta y el papel.  La escena en cuestión se desarrolla en un  pueblo de la Mancha. Varios urbanitas irredentos van en un coche con la intención de «rescatar» a un amigo, antiguo y desdichado urbanita, al que su familia, en concreto su madre, ha obligado a regresar a su lugar de origen. En el recorrido, una anciana, enalbardada con el uniforme titular de vieja de pueblo, apoya sus pasos indefinidos en un bastón y le da por cruzar delante del vehículo de los protagonistas. Protagonistas que, asediados por las prisas capitalinas, se desesperan en el interior del coche. Para más inri o exasperación, la mujer se encuentra en medio de la calle con una vecina con la que se dedica a pegar la hebra. Esto hace que los ocupantes urbanitas del turismo opten por salir por patas del mismo y abandonarlo en las cercanías de la conversación de las ancianas.

Hasta ahí, todo bien: una serie cómica, trufada de clichés variopintos y algún que otro mensaje aleccionador de las ideologías imperantes. Divertida. Sin más.


          De la escena que nos ha traído a la pluma, la tinta y el papel se pueden extraer multitud de mensajes que algunos nos pueden pasar desapercibidos. Otros no. Las prisas de unos frente a la tranquilidad rural de la anciana. El vehículo a motor frente al caminante. El tratamiento de la senectud, con su uniformidad tópica frente al ideario urbanita de eterna juventud y lozanía. El choque urbanidad—ruralidad es más que evidente. Este choque, en la realidad, es más que obvio y cada vez más brutal por el abandono del campo, el desahucio sistémico de los pueblos y el olvido sistemático al que se somete al mundo rural desde la urbe. Cada vez vive menos gente en lo que se ha dado en llamar la España vacía o vaciada (también olvidada) y cada vez reside más gente en las ciudades. Y eso si nos ceñimos al cincho ibérico, pero a nivel mundial ocurre de una manera harto parecida, por no decir igual. Pero como estoy aquí, de lo de aquí, que es lo que conozco, voy a hablar a través de la pluma, la tinta y el papel.
 



          Desde su huida del campo hacia la ciudad, el ahora urbanita se ha ido despojando del perfume o pelo de la dehesa para sahumarse con el de la contaminación atmosférica, acústica y luminosa de la gran ciudad. A medida que el olor a capital se ha ido adhiriendo irremediable y, lo peor de todo, irrevocablemente a los poros de nuestra piel, el olvido del ámbito rural del que procedemos se acomoda en el sillón de orejas del salón-comedor de nuestra alma. Al urbanita, en la mayoría de las ocasiones desertor del pollino, de la vertedera o descendiente de éstos, el campo le parece un territorio agreste, primitivo y, por supuesto, ya superado. Un buen sitio para visitar, hacerse fotos en el transcurso de una excursión (organizada, a ser posible) y colgarlas bajo el sello de los filtros en el perfil de Instagram, y de manera veloz, como alma huida de las pezuñas del diablo, volver al área de confort de la ciudad. No concibe realizar las labores básicas de la vida diaria sin un centro comercial, un gastrobar de moda o esos establecimientos de uñas que proliferan como enjambres de piojos en una escuela infantil.

¡Qué aburrimiento supino! ¡Qué asco de olor a mierda de vaca!

A pesar de que en época estival los pueblos se pueblan de una miríada de turistas o hijos de oriundos emigrados y florece en ellos la vida, la alegría y el jolgorio aunque sea por unos días, antaño, unos meses. Al terminar agosto, todos se marchan y la vida tranquila de la anciana que con parsimonia cruza la calle vuelve a su ser. Esas personas que acuden o acudimos al pueblo en verano vamos a eso, a veranear. Apenas nos infiltramos con el olor cotidiano de las labores del campo o de las inquietudes de sus habitantes o de la infinidad de problemas que tienen. No. Se va al tardeo o a las cañas, a las piscinas naturales y a las buenas tapas con que se enjaezan las rondas de cervezas en los bares que, una vez vaciado el pueblo de turistas o forasteros, tienen que echar el cierre hasta la Semana Santa siguiente.

Estamos, pero no estamos conscientes de estar. Estamos de pasada y aunque creamos en las bonanzas de la idealización pastoril o hiperbórea, nunca dejará de ser un territorio adverso, difícil, con fuertes cotas de hostilidad o, peor todavía, de falta de comodidad.



Pero la superioridad moral con que nos capacita el mero hecho de vivir en una ciudad, nos permite creernos con el derecho universal (reconocido por los prebostes subvencionados de la ONU) de saber más que ese pueblerino, cateto y cuasi primitivo ser que habita, trabaja y, por supuesto, cuida del mundo rural en el que vive.  Incluso nos creemos con el derecho, hoy trocado en obligación, de indicarle los pasos a seguir para que viva su vida como pensamos que ha de vivirla, y no de otra manera. Desde esa torre de hormigón, cristal y ascensores al cielo nos encargamos de gestionar los recursos de toda una población arraigada en el mundo rural y sus pueblos. Y no vengo a decir con este humilde escrito quién ha de ser el que gestione una cosa o la otra; pero se me antoja harto difícil gestionar algo que desde mi punto de observación me parece un territorio si no hostil, al menos desconocido en gran parte. Pienso, y es muy fácil que me halle equivocado, que conocer algo no es visitarlo, asombrarse de su belleza y hasta luego Mari Carmen. Conocer algo es conocerlo en un sentido bíblico del término: cohabitar, introducirse, convivir durante mucho tiempo. De este modo, y sólo así, es como se llega a conocer. Sólo se ama lo que se conoce, dicen, y sólo amándolo se puede gestionar de manera eficaz y eficiente. Y sí, está muy bien apoyarse en estudios científicos de la Universidad de Massachusets que nadie ha leído, pero no todo es ciencia, por mucho que la modernidad se empeñe y la eleve a los laicos altares posmodernos. También hay Tradición, también hay conocimientos empíricos sobre el terreno, labrados día a día, mes a mes, siglo a siglo y, sobre todo y


ante todo, hay personas integradas en un mundo que conocen, que trabajan, que es su mundo y con las que nadie cuenta para nada. Solo para que voten y, cómo no, paguen religiosamente sus impuestos.


 

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