La individualidad uniformada
«Personaliza tu cuerpo». Así, de un modo tan impactante, se anunciaba una tienda o establecimiento donde se practicaba el arte del tatuaje. «Personaliza tu cuerpo», como si no lo tuvieras ya bastante personalizado con el color de tus ojos, con ese hueco tan característico entre tus dientes superiores o esos hoyuelos tan graciosos que rescatas cuando sonríes. «Personaliza tu cuerpo», decía el anuncio, dirigido, sin duda, a esos cientos de crédulos que tienen la necesidad de dibujar en su piel el rostro de un bebé con apariencia de muñeco diabólico, al protagonista de la serie del momento o la efigie de Espinete para recordar su alegre infancia (de la que muchos todavía no han logrado salir) para saberse únicos, inigualables, inimitables.
Imagen de MisterPitinger Comentaba
con un buen amigo el asunto este que
traemos hoy entre manos mientras pisábamos con tranquilidad la arena de la
playa. A un lado y al otro se tendían ante nuestras asombradas pupilas cuerpos
semidesnudos, apenas un bañador o un bikini, pero arropados por la manta
morellana de los tatuajes. Tatuajes de mil colores, tamaños y motivos. Aquí una
Princesa Leia, más adelante un escudo del Real Madrid coronado con una copa de
Europa, acullá un dragón chino sobre una piel mulata. Apenas contamos a una docena
de bípedos implumes soleados al calor del Mediterráneo carentes de pintarrajos
en su piel: algún padre de familia asociado con el despiste, un abuelo desnortado y una
chica de Galicia con pánico a las agujas, que no a los tatuajes. Y no es
cuestión de edad, como pudimos comprobar mi amigo y yo, pues abuelas de pelos
de mil colores lucían su respectivo tatuaje, chavalines que apenas saben cómo se
coge la máquina de afeitar con brazos rebosantes de tinta azul o maduritas
recién separadas con la riñonada decorada para la ocasión, que la pintan verde.
Pero
no he venido a esta tribuna a hablar de tatuajes, que muchos son hasta bonitos
de ver, sino de ese afán terrible que los miembros de esta sociedad, ya no
somos comunidad, por desgracia, por creerse únicos, irrepetibles. Los
individuos nos empeñamos en ser individuales; que es algo parecido a que los
simios se sientan monos o las cactáceas aspiren a convertirse en cactus, así,
sin apenas necesidad de agua.
Desde los púlpitos eclesiales, digo comerciales, se nos está bombardeando con las bombas racimo de la individualidad, de la exclusividad y también de la irresponsabilidad. A diario nos pueden sobrevolar cientos de aviones cazabombarderos que arrojan sobre nuestros cerebros miles de millones de pequeños artefactos que atentan directamente sobre la placa base de nuestros sentimientos y, sobre todo, de nuestras emociones. La placa base donde saben que es un acierto seguro. Son, como digo, miles de ataques que se perpetran a diario desde las bases militares de las redes sociales, los medios de comunicación subvencionados o incluso desde las marquesinas de los autobuses que nos llevan al trabajo para producir lo que luego consumimos. Ataques orquestados por las grandes empresas del sector de la publicidad, contratadas, claro está, por las multinacionales dispuestas a vendernos su producción anual entera.
Imagen de RoonzNL Los
ávidos publicistas han encontrado un filón en ese afán de sentirnos diferentes
y lo están explotando no sólo hasta la saciedad, como cabría decir aquí, sino
para un beneficio propio mayúsculo. La originalidad vende. Y lo saben. ¿Pero
somos nosotros, humildes consumidores, conocedores de lo que vende? A veces me
lo pregunto y la respuesta que tengo para ello es negativa. Nosotros estamos tan enfrascados en nuestra
individualidad que no caemos en la cuenta corriente de que estamos siendo
manipulados para aumentar los beneficios de los cárteles, de los trusts o del
looby empresarial mundial. Pero aumentamos esos beneficios no porque nos
intimiden con la oscuridad del ánima de un cañón del 45, sino porque nosotros
solitos y conscientemente, por ese anhelo de sentirnos diferentes al resto,
compramos todo lo necesario para que nuestra identidad se muestre a los demás.
El
modesto consumidor ha dejado de adquirir esas prendas que le sientan bien, que
son elegantes o que combinan con no sé qué camisa que ya cuelga en el armario
de casa. No. Ha decidido que la prenda, una chaqueta acolchada, que ha visto
que porta con elegancia tal o cual actor de Hollywood va con la identidad
(¿propia?) y que nadie mejor que él va a saber llevarla. Probablemente le quede
mal de narices y parezca más que un individuo, un pelele; pero, por Dios,
respetémosle, que es su individualidad. Además es conocedor, o al menos debería
serlo, que esa identidad que hoy paga con tarjeta de crédito no durará más de
una temporada, pues en la siguiente estación el actor de Hollywood aparecerá en
todas las marquesinas de autobús con otra prenda que también nos hará sentir
únicos y surgirá la necesidad de
adquirirla y entrará en esa rueda de hámster de la que no se puede bajar sin
aplicar un grado de cordura.
El problema viene cuando este modesto consumidor, una vez calzada la prenda en cuestión, se dispone ufano a salir a la calle. En cuanto sus zapatos de gamuza azul pisan el hormigón de la acera, se percata que la chaqueta acolchada que le hacía único, exclusivo y se amoldaba con precisión a su personalidad la lleva puesta todo el mundo. Desde el avezado montañero que va por la acera vestido como si fuera a escalar el Picu Urriellu, hasta la madre que empuja el carrito de su bebé para llevarlo a la guardería, pasando por el jubilado que observa con detenimiento el avance de las obras públicas, o más bien privadas, de su barrio. Con solo poner el pie en la acera se ha desvanecido la individualidad de individuo que vive en una masa, que no comunidad, de ciudadanos.
Imagen de Jackmac34 Y
digo prenda, chaqueta acolchada en este caso, pero bien podría haber dicho
teléfono móvil, coche o chalet adosado con barbacoa. Cualquier cosa. Cualquier cosa que nos vendan como exclusiva o como
potenciadora de nuestra identidad personal e intransferible, como los tatuajes.
Tatuajes que pensamos que son únicos y se rigen, como todo o casi, por las
normas de las modas y, de este modo, puedes ver a miles de personas con las
bolas de dientes de león expandiendo su semilla por los antebrazos. Pero, eso
sí, se sienten únicas.
La
individualidad puede estar bien, no olvidemos que somos individuos, pero
llevada a límites insospechados no sólo puede ser motivo de un artículo como
este, sino que puede llegar a ser peligrosa. Cierto es que somos individuos,
pero somos también, y necesariamente, seres sociales. Seres diseñados para
vivir en comunidad. No lo podemos evitar, nos necesitamos unos a otros y para
ello no hay mejor cosa que compartir nuestros anhelos y circunstancias con las
personas que nos rodean. Y sí, podemos
dejarnos un trocito de individualidad que nos haga únicos, aunque esto ya los
somos, para desarrollar nuestras capacidades o nuestras aficiones, pero sin
perder la aguja que indica el Norte de la vida en nuestro barrio, en nuestra pequeña
ciudad o en nuestro aún más pequeño pueblo. Hemos de ser conscientes que
pertenecemos a algo, y ese algo nos aporta identidad, y ese algo está formado
por personas que nos aprecian y a las que necesitamos. Por mucho que los cazabombarderos de los holdings
empresariales nos bombardeen la placa base de nuestros sentimientos y
emociones, hemos de ser lo suficientemente fuertes para saber que somos
individuos integrados en una comunidad, en muchas, y que esa comunidad nos va a
contribuir a que nuestra vida se vea llenada de lo que nos hace falta de
verdad, no engañiflas de medio pelo sin sustancia y con el único objetivo de
convertirnos en esclavos de un consumismo feroz que nos aleja sin remedio de
nuestros objetivos vitales. Que nos aleja de nuestra comunidad.
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