Soberanía
Mi pasión por las palabras es bien conocida por las
personas, si es que todavía sobrevive alguna, que deciden invertir su tiempo en
leer las entradas de este blog. Me gusta leerlas, saborearlas, atesorar en mi
mente el olor que desprenden cuando las escribo. Por tal motivo el Diccionario
se ha convertido en ese gran aliado al que nunca hay que dejar caer en el
olvido, como está ocurriendo en estos tiempos, y desempolvarlo no de vez en
cuando, sino todos los días. El Diccionario es el amigo inseparable del escritor,
del lector, del curioso y el compañero íntimo de la notoriedad del discurso, de la
profundidad del conocimiento y de la exposición del pensamiento lúcido, como le
gusta decir a mi admirado David Cerdá.
Estos días
atrás me entretenía jugueteando con las letras de la palabra soberanía. Nueve
letras y una elegante tilde que destroza, destruye un diptongo. Del juego,
entretenido y pueril, con las letras y las tildes pasé a uno más laborioso, el
de los significados, el de la conceptualización. Me dirigí a las páginas
sobeteadas de mi Diccionario añejo y me fumé el puro de las acepciones que la
docta Real Academia nos ofrece negro sobre blanco. La primera de ellas,
cualidad de soberano, me trajo a la memoria aquellos anuncios radiofónicos de
los intermedios de los partidos de fútbol de la Copa del Rey que incitaban al
consumo de un brandy, que era cosa de hombres. Parecía, con el dedo índice
marcando la palabra en el Diccionario, que estaba escuchando aquel viejo
transistor emitiendo ¡sorpresa en las
Gaunas!, los pitidos horarios o ese
lenguaje Morse indicador de que algún equipo había marcado gol en un encuentro
no retransmitido.
La acepción ubicada en el segundo lugar de la pole nos habla de ese poder político supremo que corresponde a un estado independiente. Acepción con la que nos meteremos más adelante.
Como coche
escoba de los significados, los sabios de la RAE han colocado a esa alteza o
excelencia no superada en cualquier orden inmaterial. En tiempos inciertos de
mediocridades rampantes, se hace más que necesario salir a la calle tras la
pancarta, o la bandera, de la reivindicación de esta acepción y hacer causa
noble de ella, para que se ponga sobre el tablero de ajedrez de la sociedad y
se vaya asimilando por las generaciones venideras, y también por las que ya
llevamos rato aquí, y, de este modo, arrumbar la atmósfera anodina que nos
circunda al rincón del olvido.
Como decía,
nos encargamos ahora de la segunda acepción, la que nos habla del poder
político supremo que corresponde a un estado independiente. Últimamente se
vienen dando una serie de conversaciones o alocuciones que nos dirigen hacia
nuevas formas e interpretaciones de soberanía. Que si la soberanía reside en
las Cortes, aunque sea del pueblo; que si el pueblo es soberano para decidir;
que si la soberanía del territorio tal o la nación
histórica cual. En las agendas o en las cuerdas vocales de los politicuchos
a los que hemos dado el don de la palabra está siempre presente este término. Con
ironía insalvable, esa presencia no es más que una ausencia, pues cuanto más
sobeteada está una palabra, más se malinterpreta y menos valor tiene. Y esta
pérdida de valor intencionado es el que le ha ocurrido a la soberanía.
En época de uniones artificiales y artificiosas de países, otrora enemigos incuestionables, la cuestión soberana se ha diluido como esa pastilla efervescente que te aporta un plus de vitamina C en la dieta diaria. El concepto se ha fraccionado en tantos cachitos como la copa de vino que cae de la mesa y se estrella con estrépito contra los adoquines del suelo. Tan pequeños son esos pedacitos que nos cuesta encontrarlos o siquiera intuirlos. Nadie sabe con exactitud dónde reside la soberanía: ¿En el ayuntamiento carnal de tu pueblo? ¿En la asamblea de tu artificiosa comunidad autónoma? ¿Bajo el vientre de los leones del congreso? O, peor aún, ¿en las oficinas acristaladas con la textura, la tinta y los dibujos del euro de Bruselas? El tendero de la esquina, el repartidor de paquetes postales o la guapa dependienta de la tienda de ropa han desistido ya de buscar esos pedacitos de cristales rotos en lo que se ha transformado la copa de vino de la soberanía.
Imagen de Falco El peatón
de la ciudad, la caminante por prescripción médica del pueblo y el vagamundo
indómito han cedido la soberanía a una suerte de personas desconocidas, no
electas, habitantes de regiones frías para que, como yo pero en un sentido
pérfido e intencionado, jugueteen con ella. Hoy se ha cedido tanto poder (y
tanta excelencia) que quien lo atesora lo ha domeñado y lo está utilizando en
favor propio y no de su legítimo propietario. El tendero de la esquina, la
caminante por prescripción médica y la guapa dependienta han perdido el control
sobre la palabra y ahora, como no puede ser de otra manera, la asocian con el
término coacción. La soberanía ha dejado el paso libre a la coacción para que
esta se adueñe de las vidas y, sobre todo y ante todo, de las exiguas arcas de
los ciudadanos. La soberanía perdida se está ejercitando mediante un estado de
coerción continua. Desde la más absoluta de las lejanías se nos impone la
coacción (impedir hacer lo que uno quiere) decorada con el paraguas multicolor
de las causas buenas o buenistas, utópicas, que no es más que una fachada que
nos impide ver todo lo que hay detrás. Tras esa pared no hay otra cosa que una
suerte de privilegios y montones de dinero recaudados mediante la coacción, la
coerción y el abuso para el disfrute de quien se ha adueñado de la soberanía.
Una vez más, mi amigo y compañero ha estado muy acertado. Totalmente de acuerdo con sus comentarios. Ya, está bien de vivir sometidos bajo la tiranía de este Gobierno, que pretende ocupar cada vez más esoacios, propios de la libertad individual de las personas. Viva la libertad y abajo la tiranía.
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