Televisión
Decía el añorado Dr. Félix Rodríguez de la Fuente que la televisión era un medio maravilloso para transmitir un mensaje que calara en los telespectadores. Un medio donde la imagen y el sonido alcanzan los ojos del espectador con la capacidad de atraparle, dejarle con el culo pegado con superglu en el sofá y no hacer otra cosa que estar pendiente de su pantalla. Y sí que es, como decía Félix, un medio maravilloso para transmitir un mensaje. El Dr. Rodríguez de la Fuente explotó esa maravilla de medio para dar a conocer al público (¡a toda España!, como dirían ahora los personajillos televisivos) la fauna, sobre todo la ibérica, hasta ese momento desconocida para la gran mayoría de la gente.
Imagen de Zamora24horas Años
después de la muerte del Amigo de los Animales, la televisión dejó de ser aquel
maravilloso medio de dos canales para convertirse en un maremágnum de empresas
dispuestas a captar, como fuere, la atención de un telespectador cada vez más y
más predispuesto a caer preso en el penal de los rayos catódicos, en la
dictadura de las audiencias y en la necesidad de evasión de una triste vida
saturada de ilusiones y de sueños desvanecidos. Con la liberalización de las
televisiones entraron por la puerta de casa una suerte de personajes de toda
ralea, una calaña mediática funcionando las veinticuatro horas al día. La carta
de ajuste, aquel telón de colores que daba por terminada la función televisiva
hasta el día siguiente, se extinguió como lo hizo el dodo, los mamuts o las
miles de especies de dinosaurios que poblaban la Tierra. El meteorito que dio
al traste con la vida de aquella cortina
multicolor no fue otro que un cambio de vida; un cambio de vida que nos hizo adoptar una serie de
hábitos suficientes para reformular hasta la composición de las familias.
La televisión cambió los modos de vida en el momento justo en el que se apoderó del lugar preeminente de toda la casa. Los cuartitos de estar y los salones tenían la capacidad de acoger a todos los miembros de la familia para darles el calor del hogar de las imágenes en movimiento. El noticiero, el parte, que diría mi abuelo, de las nueve informaba del estado de un mundo cada vez más loco, mientras en la mesa los niños, aburridos, odiábamos las judías verdes. Después, si ese día se proyectaba película, pues un ratito de cine en pijama, babuchas y gorro de dormir. Todo el calor desprendido por la tele, toda la reunión familiar y todo el odio a las judías verdes de los niños se producía bajo el estruendo del silencio, de la abstracción de las mentes y de la atención plena a una serie de personas intangibles que colaban su imagen en el hueco habido entre los miembros de la unidad familiar.
Imagen de Pexels Una vez
ganada la preeminencia del electrodoméstico en el acontecer diario de nuestras
vidas, los directivos descubrieron la droga que todo lo cura del espectador, y
si no lo cura, al menos consigue que nos quedemos, como buena droga,
enganchados a ella: los reality shows. Los
realitys se acomodaron a nosotros
bajo la mantita del sofá, nos abrazaron
y sus personajes nos eran tan conocidos, o más, como lo pudiera ser la
vecina del tercero. Sus protagonistas hacían su vida delante de nuestras
pupilas escarchadas de necesidad. Desnudaban sus sentimientos, sus cuerpos
jóvenes y lozanos y nos aportaban esa dosis de morbo carente en nuestras vidas,
despojadas éstas de la verdadera
alegría. Llegó un momento en que la gran
mayoría de las conversaciones de bar, de teléfono e incluso familiares giraban
como un satélite en torno a si Tal le
había metido la lengua hasta el corvejón a Pascual,
verbigracia. Este tipo de programas gozaron de tanto eco que de hecho se
convirtieron en un modo de vida de algunas de las personas que concursaron en
ellos. Los directivos televisivos descubrieron que la forma de ser de alguno de
ellos tenía tirón entre los televidentes, los hacía aumentar sobremanera las
audiencias y, por ende y de forma exponencial, los beneficios obtenidos.
Personajillos
de medio pelo, sin oficio ni aparente beneficio, de repente se toparon con el
mundo a sus pies. Personajillos carentes de toda personalidad y, sobre todo, de
toda dignidad que se sometían a cualquier tipo de mofa, burla o escarnio con
tal de seguir entrando por la puerta falsa de los hogares. Personajillos que
bien dirigidos conseguían llenar las arcas de las empresas mediáticas hasta
límites antes impensables. Personajillos a los que, una vez fundido y agotado
su fuego fatuo, se les arrojaba sin remedio ni solución al agujero negro del
ostracismo, del más silencioso de los olvidos.
Pero la
máquina tenía la necesidad de seguir consumiendo combustible, de generar dinero
y ese era el momento de crear nuevos personajes, reinventar nuevos programas.
El chicle se sigue estirando y veintitantos años después de la irrupción del
formato reality, siguen resistiendo. Y
resisten porque tienen audiencia, a pesar de que a cualquier peatón al que se
le pregunte te contestará que no ve ese tipo de programas. La contestación
vendrá acompañada por un halo de por
quién me tomas, yo soy mucho más culto que las personas que pierden su vida con
esa bazofia. Pero la perra realidad es ruda: se siguen emitiendo. Pero la
perra realidad es tenaz: siguen teniendo audiencias destacables. Y lo peor no
es que sigan vivos y coleando, allá cada cual lo que hace con su tiempo,
escaso, por otro lado, lo peor es que siguen generando personajillos con
notable capacidad (más que notable, sobresaliente) de influir en los televidentes.
Influir de tal manera que si nos caen bien, les defenderemos a capa y espada,
con la vehemencia o la fiereza con la que una madre defiende a sus crías, en
cualquier discusión familiar, por nimia que esta sea. Pero no sólo tienen
capacidad de influir para su defensa en cuestiones allegadas al programa
televisivo en lid, sino que puede llegar a cambiarnos nuestro modo de pensar o
de opinar sobre tal o cual tema o cuestión, pues nos atacan en la línea de
flotación de nuestras emociones, y cuando éstas son tocadas, nuestra nave
desbocada navega a la deriva de sus influencias; por supuesto, en mundo donde
la emoción ha hecho tirar la toalla a la razón.
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