Los apegos que se extraen de las buenas conversaciones
Soy un hombre (no sé si todavía se puede decir eso) aquejado de un mal extraño, tal vez una de esas enfermedades raras que carecen de presupuesto gubernativo para ser investigada o, por el contrario, de una insólita virtud con exceso, esta sí, de presupuesto gubernativo para lograr su extinción. Mi médico de cabecera de la cama, hoy llamada con eufemismo de familia, se lleva las manos al cráneo mondo y niega con gestos mi mal: ¡Cómo puede ser! ¡Cómo puede ser!, dice de continuo, ¡Un hombre al que le encanta conversar! ¡Maldita sea! Efectivamente, tal y como dice mi médico de cabecera, me gusta crear un ambiente adecuado: muebles antiguos de color oscuro, una butaca o sillón de orejas cómodo y, entre las manos de los participantes, una copa de balón; poner sobre el tapete verde un buen tema e iniciar sin más preámbulos una buena conversación. Más importante que este hábitat artificial es la necesidad d...