La encina que podó mi abuelo
Cuando una persona te marca para bien la infancia, la
juventud y, ahora desde el cielo, la madurez es imposible hacer otra cosa que
no sea hablar sobre lo que tanto te llegó a enseñar. Enseñanzas que, por otro
lado, han quedado inscritas con tinta indeleble en el alma de quien esto
escribe. Como ya sabrá el único lector capaz de aguantar esta lectura sin dar
algún que otro cabezazo de sueño invencible, me estoy refiriendo a mi abuelo
Leoncio, así llamado. ¡Otra vez el pesado éste hablando de su abuelo! Pues sí, ¡qué pasa! Fue él quien me transmitió una serie de
sapiencias, valores y amor por tantas cosas que coloqué en su momento y con el
debido cuidado en el petate que acompaña mis pasos en el Camino de Santiago de
mi vida. De vez en cuando, al menos una vez al día, abro el cierre del petate,
rebusco entre lo que en él guardo y extraigo lo necesario para ese momento
dado. Hasta ahora me ha ido así bien y el peso de lo acarreado jamás me ha impedido
continuar posando mis pies sobre la gravilla de la vereda a transitar; así que no
me queda otra que continuar de este modo que, además, me gusta. Y mucho.
El otro día extraje un recuerdo de esos años infantiles. Caminábamos por el campo, en las cercanías del pueblo. Era un camino mil veces recorrido por ambos, un camino habitual, un camino que la costumbre había convertido en invisible a la ciencia exacta de los matices. Pero aquel día, no sé muy bien por qué, y lo peor de todo, ya, o todavía, no se lo puedo preguntar, frenó sus pasos, señaló hacia una encina y me dijo: «Cuando tengas hijos les tienes que decir que aquel chaparro lo podó tu abuelo». De aquellas, este servidor era un crío que aún no se sentía atraído por las chicas y, por supuesto, lo de tener hijos se ubicaba en una galaxia muy muy muy lejana. No entendí nada, pero quiso la providencia que aquella frase quedara grabada en mi mente, ¡qué digo mi mente, en mi alma!, con el cincel hierático de la escultura de los recuerdos duraderos.
Imagen de josealbafotosComo decía, extraje el recuerdo uno de estos días atrás y me quedé reflexionando sobre ello. La importancia de la frase dictada por la sabiduría parda de mi abuelo no se refería sólo a que él había podado aquella encina y con las ramas cortadas había fabricado «picón» para alimentar durante todo el invierno el brasero oculto bajo las faldas de la mesa camilla. No. La importancia de la frase dictada por la sabiduría parda que poseía mi abuelo radicaba en que tenía que comunicárselo a mis hijos, el día que los tuviera. Me estaba pasando la obligación de transmitirlo. Noté en ese mismo instante el peso potente de la responsabilidad. Mi abuelo me había transferido un compromiso de continuidad, un patrimonio inmaterial edificado con los sillares robustos de la Tradición, una antorcha encendida que habría de pasar de generación en generación. Y que, por supuesto, al menos en mis manos no era de recibo que se extinguiera su llama.
Con una
frase en apariencia intranscendente, mi abuelo había apoyado en mí todo el peso de la
Tradición perenne e inmanente a la comunidad de la que formamos parte. Y no me
refiero a la importancia o no de la denotada frase, sino a todas las cosas que
me transmitió a lo largo de nuestra fructífera, querida y, a día de hoy, añorada
relación con mi yayo. Mi abuelo sabía
que era su obligación, tenía que transcender legando a su nieto lo más
importante que a un descendiente se le puede dejar: la herencia humana, la del
alma, la que nadie nos puede robar. Y la depositó en mí.
La herencia
humana legada por mi abuelo es la misma que nos dice que si nuestros pies no son
las raíces con los que nos unimos a la tierra de nuestros ancestros, la copa de
nuestro árbol, nuestra cabeza, quedará desmantelada y a merced de un
vientecillo ligero, pero con mala baba, capaz de desarbolarla o troncharla
hasta dar con ella en el suelo. Y cuando digo tierra no me refiero sólo a su
parte mineralizada, que también, sino a su parte sapiencial, a la parte más
arraigada del conocimiento humano, de sus usos y costumbres, de su
espiritualidad. Pues todo ello da alimento a la savia que riega las sinapsis
cerebrales de nuestro raciocinio, de nuestro posicionamiento en este cada vez
más inhóspito mundo y, sobre todo, de lo que tenemos la obligación de dejar a
quienes han de venir tras nosotros para dar continuación a nuestro ancestral
legado.
Mi abuelo con aquella frase me dio a entender que no
transfería a la cuenta corriente de mi vida un puñado de grises cenizas, sino
la llama de la antorcha que este mundo moderno está empeñado en convertir en grises
cenizas. Pues bien sabido es que la llama de unas raíces sanas, pletóricas y
bien transmitidas nos hacen más fuertes, menos vulnerables y más dispuestos a
no dejarnos arrollar por los envites de los creadores de hombres nuevos, planos
en su encefalograma, pero con la intención de hacernos manipulables para
consumir todo tipo de bazofia embrutecedora y desalmada. Esos mismos sabedores
que con el desarraigo, la falta de referentes permanentes y la deslocalización
de las almas pueden hacer con las personas lo que les dé la gana.
Mi abuelo
con aquella sabiduría parda de la que hacía gala, y con la frase de marras
justificante de este artículo, me estaba preparando para ser el garante de esa
correa de transmisión y para cuando él se marchara, alguien siguiera pasando a
sus descendientes toda la sabiduría necesaria para convertirnos en gente de
bien, sin miedo a los obstáculos porque poseemos las mejores y más fuertes raíces,
y con la valentía necesaria para hacer frente a los que con cobardía y haciendo
uso de viles artimañas se empeñan en destruir el alcázar sacro de nuestra Tradición.
P.S. Mi hijo ya sabe
qué encina fue la que su bisabuelo podó.
Mi hijo ya sabe que tiene que transmitir a
sus descendientes que su bisabuelo podó
aquella encina sagrada.
Comentarios
Publicar un comentario