Abstracciones concretas
Tarde de
martes cultural: dos presentaciones de sendos libros casi simultáneas En honor
a la verdad, con una sola hora de diferencia. Terminada la primera de las
presentaciones rápido hacia la segunda, distante un kilómetro y medio. Consigo
llegar, qué digo llegar, asistir a ambas.
En la primera, el libro que desde Sevilla había venido a presentar, don David Cerdá, con su Dilema de Neo. En la segunda, como decía, distante un kilómetro y medio de cuestas por el barrio de Malasaña de Madrid, don Carlos Marín-Blazquez hacía lo propio con su Escala Humana. Dos presentaciones, dos libros, dos editoriales diferentes, pero lo curioso es que ambos coincidieron en muchas cosas de las que se dijeron.
Distinguir lo abstracto de lo concreto.
Me quedé con esa idea y la fui masticando durante mi trayecto a pie
hasta la estación de cercanías. Absorto en la idea caminaba cuando a la altura
de un chaflán ocupado por la codicia de los bancos escuché unas risas que me
dieron de bruces con la realidad circundante. En el espacio destinado para
cajeros automáticos un grupo de chicos rodeaba a varios mendigos que se
cobijaban con las mantas del olvido, del desinterés y de la miseria. Saltaron
mil alarmas interiores. Desaceleré el paso raudo en el que me había quedado a
vivir. Los mendigos bromeaban con sus historias de la calle; los chicos que les
rodeaban reían. Me fijé en uno de ellos, de los chavales, el que portaba un
termo de grandes dimensiones, con capacidad para dos litros o dos litros y
medio de contenido, calculo a ojo de inexperto cubero.
Las alarmas se me desactivaron al
comprender la escena. Un grupo de muchachos, probablemente habitantes del mismo
barrio, sin tatuajes ni pelos teñidos de colores variopintos ni ataviados con
ropas deportivas de no hacer deporte ni portadores de pancartas o lemas
sobetados, habían llevado algún caldo, café o similar para los pobres. Un
acto caritativo, como Dios manda.
Esta situación me llevó a continuar
con mi pensamiento sobre lo abstracto y lo concreto. Lo presenciado no era otra
cosa que un acto revestido con el maravilloso carácter de lo concreto y se
había olvidado, como no puede ser de otra manera, del carácter abstracto.
Lo abstracto se extiende por nuestra sociedad como esa nube tóxica que no deja
apreciar o contemplar siquiera un rato lo concreto. La solidaridad, así, en
abstracto, tapa con una venda los ojos de la caridad. Y mis pensamientos
continuaron por tales derroteros llevándome por sendas y trochas apenas
transitadas. La solidaridad, las manifestaciones en favor de los damnificados
por la guerra de tal o la guerra de pascual tienen unos principios nobles, de
preocupación por la humanidad, otro concepto abstracto, de intentar cambiar el
mundo; pero esos principios nos alejan del concepto, concreto, de caridad y de
prójimo, mucho más cercanos, con cara, ojos y nombres propios, que esa nube
incierta de personas lejanas, sin forma ni color denominada humanidad. Pero el
prójimo, el que tiene nombre y duerme en el habitáculo destinado para el cajero
automático de nuestro barrio, hace preguntas, piensa y habla muchas veces de asuntos incómodos con la que nos escupen la realidad a la cara, cosa que no nos hace
esa humanidad lejana, carente de rostro y de nombre propio que tanto nos
preocupa.
La humanidad por la que, como decía, tanto nos preocupamos no implica esa responsabilidad por ese prójimo (Manuel, Carmen o Eloísa) que tiene problemas con el alcohol, las drogas y el frío y que, por cierto, molesta en el barrio con sus cartones, con su vino de saldo y baratillo y sus peleas por el rincón más calentito del parque. Es la responsabilidad de ser verdaderamente buena persona y ayudar a quien tenemos a nuestro lado, con un termo de café caliente que entone el cuerpo en invierno, con una sonrisa y un buenos días y, sobre todo, un poco de afecto que les deje de hacerles sentir como seres invisibles, arrumbados a los arrabales de la indiferencia. Pero eso implica un esfuerzo y, como decía, una responsabilidad, que la gente del barrio, el común de los mortales no está en disposición de asumir.
Imagen de Apollo22
Lo abstracto se configura como ese
no lugar donde nuestra conciencia se lava, se centrifuga y se seca al sol
de los eslóganes y de las buenas palabras vanas, vacías de contenido y
significado, de esencia. Porque el mundo lejano nos atrae como nos atraen esos
niños repletos de mocos, rodeados de moscas y aquejados de hambruna; pero
rechazamos con ímpetu o con la peor de las indiferencias, que no sabemos qué
será peor, al pobre enfermo mental que nos asalta en el vagón del metro
pidiendo ayuda, a la embarazada que con estoicismo clásico aguanta de pie a que
alguien se levante de su asiento en el autobús o a la abuelilla del tercero que
tiene que subir a rastras la cesta de la compra hasta sus aposentos,
entretanto, nosotros pasamos deprisa, sin fijarnos en ese sufrimiento cercano
porque llegamos tarde a la convocatoria de manifestación que ha hecho nuestro
sindicato, nuestra ONG de cabecera o el partido político al que religiosamente
votamos cada cuatro años, todos debidamente subvencionados, para protestar por
cualquier asunto abstracto e ideologizado que esté de rabiosa actualidad y en la otra punta del mundo, por supuesto.
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