Dónde he estado, qué hago y con quién hablo de «Ejecutoria»

 

El chulito de mi teléfono móvil me avisa mediante una notificación de una cosa muy curiosa que ha llamado con brío a la puerta de mi atención: resumen de actividad y lugares visitados durante el mes pasado. O algo así. El caso es que esta curiosidad mía tan poderosa e irrefrenable me ha hecho rascar un poco y ver el contenido del aviso. Mis pupilas se han dilatado, ha hecho perla la bujía de mi corazón y mi cerebro ha dado un doble salto mortal con tirabuzón. En la pantallita de mi móvil, adictiva como la heroína más pura, se podía observar con todo lujo de detalles, nada de resúmenes, los kilómetros recorridos, tanto a pie como en vehículo o en transporte público; los lugares donde había estado; las cafeterías donde había parado a tomar un café o las librerías visitadas. También se hacía eco la endemoniada pantallita del tiempo que había invertido en visitar los establecimientos y, seguro estoy, el tipo de conversación que mantuve con mi librera de confianza.

            Se nos ha impuesto, por unas cosas u otras, la necesidad de que cada vez que salimos de nuestro hogar registremos el interior de nuestros bolsillos, riñoneras o bolsos en busca del aparatito de marras y comprobar de manera fehaciente la inviabilidad de salir de casa sin él. A él le confiamos una buena parte de nuestra maltrecha memoria, anotando en su agenda las cosas importantes por hacer, imposibles de olvidar. A él confiamos el camino a seguir, indicando el lugar donde tenemos intención de llegar y, obedientes, recorremos con nuestro vehículo, bicicleta o a pie la línea azul que nos impide ver el resto de detalles importantes de nuestro recorrido. Por este motivo ya nadie pregunta al quiosquero (¡maldita sea! Ya apenas quedan), al policía municipal que dirige el tráfico en la glorieta (¡vaya por Dios! esos se dedica ahora a otros menesteres), o a cualquier peatón (de estos sí hay, pero van enfrascados en sus pantallitas particulares, aislados acústicamente con sus auriculares o consultando en su mapa) cómo se llega a la Delegación de Hacienda, a la Junta de Distrito o al colegio donde estudian tus herederos.


            Todo lo que hacemos en nuestras vidas se hace en compañía, aunque sea pasiva, de nuestro teléfono móvil. Y todo ello queda registrado o fiscalizado, que es peor. El mío, el cotilla, me lo dice todos los meses. Imagino que al resto de usuarios les sucederá de idéntica manera. Algunos lo verán como una función más, otros lo verán como algo divertido, funcional o necesario para el recuerdo, la nostalgia o la memoria, sin embargo yo lo veo como algo muy peligroso. No soy de caer en conspiraciones de diversa índole, en las cuales el MI6, el Mossad o el Servicio de Inteligencia marroquí  sepan cual es la cafetería donde desayuno mi café con leche y mi tostada con aceite de oliva virgen extra y acudan allá para aniquilarme. Ni soy tan importante ni lo quiero ser. Pero sí que soy importante (o al menos debo serlo) para esas empresas aquejadas de la enfermedad del gigantismo que con sus drones suicidas de publicidad atacarán el núcleo duro de mis deseos más inmediatos.

            Saben más de nuestros gustos que nosotros mismos. Si consultas una página web donde un tipo habla largo y tendido sobre la marca de ropa interior usada por, pongamos, Brad Pitt, el bombardeo de esa marca va a ser peor que todos los bombardeos de los alemanes (y los usanos en Japón) en la Segunda Gran Guerra; si en lugar de esa página consulto el precio de un colchón hinchable para ir de camping en el puente de mayo a la Sierra de Gredos, hasta la bomba (otra bomba) con la que se infla aparecerá de fondo de pantalla en tu aparatito; y, lo peor o más inquietante, si en la cafetería vigilada las veinticuatro horas hablas con algún desconocido de «Ejecutoria», el último libro de Enrique García-Máiquez, pues tienes a García-Máiquez hasta en el cuenco del gazpacho (aunque esto más que problema es bendición).

            Ni que decir tiene que gracias al pago con tarjeta, bizum o cualquier otro medio electrónico de desembolso, esos enfermos de gigantismo saben lo que consumes, su precio, por supuesto, y si eres espléndido o un tacaño recalcitrante imposibilitado de invitar al café a los compañeros de trabajo o a ese buen hombre con el que has intercambiado unas palabras sobre «Ejecutoria». Como saben todo de nosotros, también son conocedores de nuestras vulnerabilidades, nuestros puntos débiles, nuestros flancos desguarnecidos y los aprovechan para el ataque. Pero el ataque no es un bombardeo, ni una carga de fusilería o un asalto a bayonetazos, es una forma de agresión sutil, psicológica, subliminal y con ella consiguen variar o, mejor dicho, orientar nuestros deseos de consumo, luego trocados en necesidades, hacia los productos que ellos venden, las ideas que ellos profesan (y por lo tanto, venden) y los modos de actuar en sociedad que a ellos les interesan. A todo esto nos exponen en un fuego cruzado mediático imposible de esquivar.

            Y de la aldea de irreductibles galos, acá denominada Numancia, quedan ya muy pocos supervivientes, como José Luis Garci, negacionista del whataspp, tiktok (o como se escriba) y del correo electrónico; pues a estas horas todos hemos sucumbido a unos tiempos que corren (a una velocidad endiablada) sin dejarnos ni siquiera unos cinco días para reflexionar si esto merece la pena o no. Esos pocos numantinos irreductibles tienen una cosa en común: lo que consumen lo pagan con moneda de curso legal, siempre y cuando los cobradores del frac de las tiendas se lo permitan, y que vengan luego las empresas aquejadas de gigantismo a ver en qué se lo han gastado, con quien y si han sido invitados por el desconocido con el que han hablado del libro de García-Máiquez. 


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