Deshumanización, paro y otras lecturas

Sala de operaciones de un banco, caja de ahorros o entidad financiera. Un día normal, pongamos que un miércoles de ceniza del montón. Intervienen dos protagonistas. Hombre y mujer. La mujer es joven, guapa, peinada y vestida a la moda. El varón, por el contrario, es un anciano de baja estatura, pantalón ancho y zapatos de suela desgastada. 

MUCHACHA JOVEN: Esta operación que usted quiere hacer, el ingreso de dinero, me refiero, tiene que hacerla en el cajero automático. Aquí ya no se puede hacer.

ANCIANO: Pero, mire usted, señorita, yo no sé manejar ese cacharro. Soy muy mayor.

MUCHACHA JOVEN: Es muy fácil, hasta un niño de dos años podría hacerlo.

ANCIANO: Ya. Pero el caso es que yo tengo ochenta y siete años y el niño de dos años que usted dice ha nacido con un móvil en la mano.

MUCHACHA JOVEN: Me hago cargo. Pero es que la política de la empresa es que los ingresos hay que hacerlos obligatoriamente desde el cajero automático.

ANCIANO: Ya veo, ya. (Pausa larga que impacienta a la petimetre de la cajera). Imagino que también será política de la empresa que hagamos nosotros, los clientes, todas las, como dicen ustedes, operaciones. ¿No?

MUCHACHA JOVEN: Así es, caballero.

ANCIANO: Pues si es así y el cliente tiene que hacer todo, ¿qué narices pinta usted aquí?

MUCHACHA JOVEN: (Con cara de pasmo absoluta) Nada.

            El anciano se gira, abandona la línea de caja arrastrando los pies y se dirige con resignación al cajero automático, donde un amable peatón le ayudará a hacer el ingreso que requiere.

                                                                            Imagen de Peggychoucair            

    Esta escena de tintes costumbristas se puede dar, y de hecho se da, a diario en las sucursales bancarias que quedan (cada vez menos) en nuestro país. Mi mente calenturienta puede inferir que no sólo sucede en nuestro país, sino que por medio de la globalización se dará en todo el orbe. Y que cada lector (si es que todavía me quedara alguno) podrá extraer, como ahora se dice, la lectura que quiera; pero yo veo dos asuntos de una relevancia desoladora:

            En primer lugar, la fuerte deshumanización de las estructuras del poder económico arrumbando al cliente al ostracismo del sistema. El trato al público cada vez es más deficiente y con el uso y abuso de las nuevas y flamantes tecnologías de la comunicación está en serio peligro de extinción. Pero donde se hace más notable este trato despectivo hacia el cliente es en las personas mayores. Sí, en los ancianos, los viejos, esos seres que cada vez estorban más y más. Ellos nacieron, crecieron y se multiplicaron en unas circunstancias que nada tenían que ver con las que van a tener en las postrimerías de su vida, a un centímetro de su inevitable muerte. Son lo que ahora llaman los cursis los migrantes digitales, el que lo sea porque la gran mayoría ni lo son, frente a sus nietos y bisnietos que son nativos digitales. Como bien dice el anciano de la escena con la que este artículo da comienzo, que han nacido con un móvil en la mano.

            Por otro lado, a nadie se le escapa la situación actual de Occidente (antaño conocido como Cristiandad), donde nacen pocos niños y la edad de esperanza de vida aumenta a pasos de molino. Yo no soy matemático, pero las cuentas que me salen indican que cada vez hay más migrantes digitales (insisto, el que llegue a serlo) y menos nativos ídem. A todo esto, y seguimos con las matemáticas, hay que sumar que todos o, mejor dicho, casi todos, (incluida la petimetre del banco) llegaremos a esa edad provecta en lo que lo normal son las batallitas, los consentimientos a los nietos y el duro trabajo de observar las obras que jalonan nuestras ciudades o pueblos. Y todos querremos que se nos atienda debidamente, se nos ayude cuando estemos necesitados y, sobre todo, se respeten nuestras canas. Vamos, lo que viene a llamarse tener un poquito de humanidad. Humanidad que esta sociedad acostumbrada al beneficio neto, los índices Nikkei de la bolsa y la productividad por objetivos ha abandonado en medio del desierto de las personas.

            Otra lectura de la acción dramatizada pudiera ser la automatización de todos servicios. Uno va a comprar ropa en una cadena de grandes almacenes y tiene que cobrarse los productos en una caja informatizada hasta las trancas. En caso de dudas hay un empleado que te echa una mano. Hay un empleado, digo, donde antes había seis.

            Si quieres pedir comida a domicilio, hay una app diseñada para el móvil, donde tú haces todo el proceso del pedido. Hace no mucho, llamabas y una persona te atendía e incluso te llegaba a aconsejar que no pidieras las patatas bravas salvo que te encantara el picante de verdad, el que produce hipoxia en tus labios.

            Si surge la necesidad de solicitar una información por vía telefónica, digamos de tu seguro del hogar, una grabación te obliga a pulsar los números ocultos del teclado, aún más oculto, de tu teléfono móvil y te lo intenta solucionar por medio de algoritmos y otra serie de barrabasadas.

            Todos estos servicios que antes hacía una persona para llevarse el pan nuestro de cada día a la boca, ahora lo haces tú a través de máquinas y dispositivos. Quien antes te atendía se ha quedado en el paro, desde cajeros de supermercados a teleoperadores de centros de llamadas y hasta quien te echaba la gasolina en tu coche cuando te ibas de viaje. Todos al paro. Hoy la empresa se ahorra un buen pico en los sueldos de los trabajadores que, imagino, redundará en el sueldo neto de sus ejecutivos. Hoy la empresa que te ofrece el servicio  no solo no baja el precio del producto, pues al ahorrarse sueldos de trabajadores puede reducir el importe del servicio al cliente, que es quien además realiza el trabajo, sino que encima te lo suben.

P.S. Espero y deseo, querido y único lector, que no sea usted uno de esos trabajadores que se ha  quedado en el paro.

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