Viajes y transformación
El viaje, como el libro, tiene que ser un puñetazo en la
cara, un arañazo feraz en las entrañas, una revolución interna de los puntos de
vista. El viaje, para que de algo sirva
y no sólo para clavar una chincheta de color amarillo en el mapa, para aburrir
a las visitas con el álbum de fotos o para mostrarse feliz en las redes
sociales, te tiene que cambiar. Tienes que volver al calor del hogar y cuando
te calces las mullidas zapatillas de estar por casa te tienen que quedar estrechas,
porque tus pies ya no son los mismos. Porque has cambiado.
Un viaje tiene que enfrentarte a tus miedos, al inicio, encararte con la belleza de la experiencia, en el transcurso, y, al final, tiene que cautivarte. Es durante ese cautiverio en el que te miras al espejo y no eres capaz de reconocer tu rostro, ni tu cuello, ni esas manos que miras como perplejo. Se ha obrado el milagro.
Imagen del autor No regresó
Don Quijote siendo el mismo. Arribó a la puerta tapiada de su biblioteca más
lacerado, con una importante merma en sus piezas dentales y con los ojos
cansados de tanta derrota; pero ya no era ese trastornado que veía gigantes, ejércitos
imperiales y hermosas damas donde sólo había molinos, rebaños de ovejas y Aldonzas
Lorenzos venteando trigo. No. Don Quijote vuelve apeado del burro, más bien
rocín flaco, de la locura y en ese lugar de la Mancha del que todo el mundo
quiere acordarse es un hombre nuevo o, al menos, diferente. El viaje, la
aventura y los desvelos producidos por el ruido de los batanes le han redimido.
Del mismo
modo le ocurre a Sancho, gobernador incorrupto de ínsulas, que al regresar a la
aldea no tiene otro afán que continuar con la aventura del viaje. E intenta
convencer a su ya descreído señor para que se reponga, monte sobre Rocinante y
se lancen a los caminos con la única intención de desfacer tuertos (que no
entuertos). Porque él también ha cambiado. También es un hombre nuevo: los palos
recibidos, las burlas acometidas y el verse convertido en gobernador, como a su
señor, le han redimido a su manera.
Y Don
Quijote es Sancho. Y Sancho es Don Quijote. Y ambos son parte de una misma
persona.
Este
milagro es obra del viajar. Uno sale de su casa por conocer sitios, admirar
paisajes y la belleza de las obras de arte y lo único que está consiguiendo es encontrarse
con uno mismo. Un uno mismo que en el vagón del metro, en la silla con
apoyabrazos de la oficina o en el atasco matutino no es él, sólo un trasunto de
lo que alguien quiere que sea. Un pelele. Una marioneta. Con el viaje se libera
de la cáscara de hollín que lo cubre en la nada diaria, en esa vida insulsa de
rutinas, facturas por pagar y noches al calor de la televisión.
La
intención de desplazarse a otros lugares tiene el horizonte de la redención de
esos pecados contumaces del día a día, de esas reverencias al culo del sistema
vital del que formamos parte y de esa vida que ha dejado de pertenecernos para
convertirse en un préstamo con un alto tipo de interés.
Ante estos
males o pecados, el viaje nos sitúa ante ese ser que tenemos dentro. Y si no
conseguimos esto con el viaje, no habremos hecho nada más que acumular kilómetros,
gastar dinero y tirar la foto de rigor que todo turista obtiene y no
habremos alcanzado nada. Tenemos que regresar del viaje con un yelmo de Mambrino nuevo, con unas zapatillas de andar por
casa de nuestro número y, sobre todo, con otro nombre.
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